La obsesión de Sánchez con Franco no responde a una demanda social abrumadora, ni a un vacío legal intolerable en una democracia, ni siquiera a una cuestión personal. Es una vuelta de tuerca en el zapaterismo; es decir, la continuación de aquel desastre en lo económico y territorial que levantó el engendro de la “memoria histórica” como sustento ideológico de un socialismo que necesitaba absorber a la extrema izquierda.
La exhumación de los restos del dictador y su traslado a donde quiera su familia, si es que esto se produce, debería ser una política de Estado, silenciosa, y, si se quiere, hasta humanitaria. Basta recordar que Franco no pidió ser enterrado allí, sino que lo perpetró su último jefe de Gobierno, Arias Navarro, improvisando una tumba en dos días para hacer propaganda.
Pero Sánchez necesita a Franco. Se aferra al fantasma para resucitar una identidad guerracivilista en la izquierda que había desaparecido gracias a Felipe González. Por eso quiere crear una “Comisión de la Verdad”, epítome del estalinismo, un perfecto sueño mussoliniano que imponga un relato único para adoctrinar. Detrás está la pretensión de reinventar la idea de la España democrática, la de la Transición, vincular la democracia con el PSOE, las izquierdas y los nacionalistas, y arrinconar al resto. Es un nuevo “Pacto del Tinell”, pero con fotos de posados robados.
Ese antifranquismo de mesa camilla y tuit, barbilampiño y telegénico, empeñado en cambiar nombres de calles y plazas, difícilmente puede ser un programa de gobierno. Mes y medio ha necesitado Pedro Sánchez para presentar uno. No lo hizo en la moción de censura, que era el momento preceptivo y marcado por la norma ya que “constructiva” significa presentar una alternativa gubernamental completa para que el Congreso la examine y vote. El resto, lo otro, la suma para derribar, es el gol con el codo, es aprovechar la letra para violentar el espíritu.
La trampa de un Estatuto nuevo ya fue utilizada por ZP. Ahora Sánchez pretende ganar tiempo hasta las elecciones y construirse la imagen de encarnar en solitario la solución democrática para Cataluña
Pero Sánchez no defraudó. Fue un socialista de libro: más impuestos, más gasto público para el clientelismo y el estatismo que les da sentido, y la conllevancia con la oligarquía golpista catalana proponiendo un nuevo Estatuto. El plan es sencillo. Por un lado Sánchez promete gasto social para comprar el voto de la gente. De esta manera se hace con un discurso que hasta ahora estaba en boca de Podemos, el de la “reparación de las heridas” que dejó el paso de la derecha por el gobierno de España. Es de manual: ya dijo Margaret Thatcher que el socialismo dura lo que tarda en gastar el dinero de los demás.
La trampa de un Estatuto nuevo, por otro lado, ya fue utilizada por Zapatero. La promesa de un texto que pusiera fin al deseo de autogobierno de la oligarquía nacionalista catalana fue un fracaso entonces, y lo será ahora. La genialidad zapateresca solo sirvió para profundizar aún más en el desbarajuste autonómico, cargar de razón al independentismo y dividir a los constitucionalistas. Ahora, Sánchez pretende ganar tiempo hasta las elecciones y conseguir la imagen de encarnar en solitario la solución democrática para Cataluña.
El asunto es que Sánchez quiere telediarios con más cortes y canutazos sobre gasto social y menos con Cataluña. El binomio es inseparable de las dos cargas ideológicas fundamentales del zapaterismo que Sánchez ha tomado para dar una vuelta de tuerca: el feminismo izquierdista y el antifranquismo. Lo primero se ha convertido ya en una religión, con un dogmatismo intolerante y excluyente, basado en el lenguaje inclusivo, la reeducación sexual, y la feminidad como símbolo exclusivo de modernidad.
Pero lo llamativo es el empeño de Pedro Sánchez en lo que Alfonso Guerra ha denominado “boxear con un fantasma”. Incluso su primera intervención a la hora de explicar su programa de gobierno fue insistir en que sacaría del Valle de los Caídos los restos del dictador. Las razones de ese empecinamiento siguen el modelo de Zapatero: abanderar el antifranquismo para adueñarse del voto emocional de la izquierda radical, ahora Podemos, cada día más menguada, y tratar de resucitar una extrema derecha que legitime su apuesta por la polarización política. Mal asunto.
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