Opinión

Hagamos caso a Zapatero: hablemos de economía, pero de verdad

En su segunda novela, la magnífica Fortuna (Anagrama), Hernán Díaz pone en boca de uno de sus personajes, un relevante ciudadano neoyorquino que destinó lo mejor de su saber a que su país dejara atrás la Gran Depresión, esta

En su segunda novela, la magnífica Fortuna (Anagrama), Hernán Díaz pone en boca de uno de sus personajes, un relevante ciudadano neoyorquino que destinó lo mejor de su saber a que su país dejara atrás la Gran Depresión, esta frase: “Un círculo vicioso se ha adueñado de nuestros hombres físicamente capaces: cada vez dependen más del gobierno para mitigar la miseria que crea ese mismo gobierno”.

Si hay un dato, inobjetable, que define la situación de la economía española, su éxito o su fracaso, por encima de otras variables que admiten interpretaciones dispares, es el que mide la evolución del poder adquisitivo de los ciudadanos. La renta per cápita de nuestro país ha pasado de estar un 8% por detrás de la media europea a caer aún más bajo en los últimos cinco años: un 15% por debajo. Ya somos menos ricos, o si se quiere más pobres, que eslovenos, lituanos y estonios, y con una deuda infinitamente mayor, circunstancia ésta (1,5 billones de euros se llama la circunstancia) que agrava extraordinariamente nuestra situación: a lo que no tenemos hay que añadir lo que debemos.

Recientemente se hacían públicos los datos del IMD World Competitiveness Ranking 2023, elaborado a partir de las opiniones de unos 6.000 altos ejecutivos de los cinco continentes especialmente atentos a las condiciones de competitividad en las que desarrollan su actividad las empresas en cada país. El informe, en la ratio Eficiencia del Gobierno, revela que España ha pasado de ocupar el puesto 40 en 2018 al 51. “Hemos venido percibiendo un deterioro progresivo de la percepción de la eficiencia del gobierno en España desde hace cinco años”, afirmaba José Caballero, responsable del equipo de investigación del índice, en declaraciones recogidas por ABC.

El interminable gasto sobre el que ha edificado el Gobierno su política económica y la montaña de deuda que van a heredar las futuras generaciones no tienen nada de progresista

Las últimas previsiones del Banco de España avisan de que, en ausencia de un plan de consolidación fiscal, el déficit volverá a ensancharse a partir de 2024 y la deuda pública volverá a crecer. Ya pagamos 120 millones diarios en intereses de la deuda. Y subiendo. A más corto plazo: el riesgo de una inmediata ralentización de la economía (frenazo del consumo), según el BdE, es muy elevado como consecuencia del alza de los precios, el incremento de los intereses de las hipotecas y el vaciamiento de la hucha acumulada durante la pandemia. Añádanse a estas señales nada tranquilizadoras las crecientes dudas sobre la solidez del mercado laboral, cuya evolución más parece vinculada al desbordante aumento del empleo público, al reparto de la carga de trabajo entre más asalariados y a la ingeniería estadística que a un sólido crecimiento de la economía real (siguen sin conocerse los datos sobre fijos discontinuos y Eurostat acaba de hacer público un informe que revela que en nuestro país hay 985.000 personas sin empleo y en edad de trabajar que no cuentan como parados).

Es cierto que en el actual entorno de desaceleración de la eurozona la economía española se está comportando mejor de lo esperado, a la vista de la corrección al alza de nuestras variables macro que han publicado algunos organismos e instituciones nacionales e internacionales. Pero esta modesta mejoría sobre todo se debe, como señalaba aquí hace unos días Francisco Núñez, al esperado “efecto rebote” (del que también disfrutan otros miembros del furgón de cola, como Grecia o Portugal), ya que el descenso del PIB español fue mayor que la media europea. Un rebote que se ha verificado con un retraso (España ha sido el penúltimo país en recuperar el crecimiento prepandemia) que ningún portavoz gubernamental ha sabido, o querido, explicar.

Facturas impagadas que otros pagarán

Este repunte de nuestra economía tiene por tanto mucho de coyuntural. Los problemas de fondo no solo subsisten, como han apuntado algunos expertos (Jordi Sevilla entre ellos), sino que pueden agravarse en un futuro inmediato si no se acomete con urgencia un plan de consolidación fiscal. El tiempo de reaccionar se agota, como ha anunciado no sin cierto dramatismo el Banco de España, y el próximo otoño, con las familias reduciendo ya drásticamente el consumo para pagar las hipotecas, viene cargado de amenazas. En 1993, Felipe González anticipó a junio las elecciones después de escuchar las pesimistas previsiones de Carlos Solchaga. Las ganó por los pelos, pero las ganó por aquel adelanto. No descarten que la ocurrencia del 23 de julio haya obedecido a causas similares.

Este, y no el mundo feliz que nos describen Pedro Sánchez y Nadia Calviño, es el escenario económico sobre el que un gobernante responsable debe actuar. Este, y no el trampantojo motociclista que nos quiere vender el presidente del Gobierno. Esta es la realidad que se nos quiere ocultar, quizá porque no es fácil reconocer, y menos en vísperas de una campaña electoral, que el interminable gasto sobre el que ha edificado el Gobierno su política económica, y la montaña de deuda que van a heredar las futuras generaciones no tiene nada de progresista. “Estamos trasladando al futuro el equivalente a cuatro puntos de PIB de gasto corriente para que lo paguen las próximas generaciones (…) En lugar de subir los impuestos para aumentar los ingresos o reducir el gasto, estamos pasando facturas impagadas al mañana” (José Ignacio Conde-Ruiz y Carlotta Conde Gasca. ‘La juventud atracada. Cómo un electorado envejecido cercena el futuro de los jóvenes’. Editorial Península).

El tiempo de reaccionar se agota, y el próximo otoño, con las familias reduciendo ya drásticamente el consumo para pagar las hipotecas, viene cargado de amenazas

Las apariencias engañan, pero no todo el tiempo a todo el mundo. Habrá a quien le suene chocante, pero la economía es uno de los puntos débiles de este Gobierno. Quizá, y sin duda a la larga, cuando se vean con mayor claridad sus efectos, el más débil. Por eso han decidido colocar la venda antes que la herida, vender la gestión de la economía como un éxito que no admite discusión. Ganar la carrera del dichoso relato. Los cráneos privilegiados que rodean al presidente han espabilado. Ahora sí. Saben que esta es una materia densa, compleja. Es tu palabra contra la mía; mi política social contra los recortes de la derecha. Bien visto.

Cuando las posiciones están tan polarizadas, cuando las trincheras excavadas son tan profundas, la manipulación de la verdad, que es la correcta calificación que merece la ocultación de una parte de la verdad, no suele pasar factura. Cada facción compra la mercancía que más se ajusta a la opinión preconcebida. Por eso Sánchez nunca va a reconocer sus errores, ni la impericia de su equipo económico, ni la deficiente gestión de los fondos europeos (hasta la fecha sólo 7.000 millones han llegado a la economía real), ni que en la tasa AROPE del INE (población incluida en al menos uno de los tres criterios del riesgo de pobreza o exclusión social por componentes), sigue malviviendo más de una cuarta parte de la población.

Menos mal que el gran Rodríguez Zapatero, optimista antropológico y consumado intérprete de las corrientes mudables por las que transita la economía mundial, ha decidido acudir en nuestro auxilio. “Es la primera vez en España y quizá en el mundo, que en una precampaña electoral al presidente, a los candidatos... no se les pregunta por la economía ni por el empleo. Los ciudadanos tienen que tener una cierta picardía, ver que ahí hay algo raro”, declaraba el sábado 24 al diario El País. Y tan raro, don José Luis. Sea usted tan amable de explicárnoslo. Seguro que en dos tardes habremos visto la luz.

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