Opinión

Sánchez, Israel y el 'castigo' del Mossad

Cuando la regla de oro de la política era defender los intereses del conjunto del país al que representabas, los dirigentes políticos medían mucho sus palabras. Básicamente para que sus opiniones personales no perjudicaran al país al que decían defen

Cuando la regla de oro de la política era defender los intereses del conjunto del país al que representabas, los dirigentes políticos medían mucho sus palabras. Básicamente para que sus opiniones personales no perjudicaran al país al que decían defender. Para Pedro Sánchez ese es un límite desconocido. Lo mismo da que hablemos de política interior o política exterior, porque para él todo es política interior. Da igual de qué hable y dónde lo haga: Madrid, Barcelona o Tel Aviv.

El desinterés por la política exterior ha sido históricamente una seña de identidad de los gobernantes mediocres. Hay excepciones, claro está, y en España tenemos alguna notable. Pero no es el caso de Sánchez. O, para ser más exactos, no es la instrumentalización en clave interior de la política internacional la prueba de sus limitaciones. A Sánchez sí le interesa la política exterior, pero sobre todo como significada herramienta de perfeccionamiento de su imagen. No le pasa como a Zapatero o a Rajoy, que en las reuniones de la Unión Europea, principalmente en los breaks, miraban a su alrededor como las vacas miran al tren. Sólo se relajaban en las cumbres iberoamericanas. Por el contrario, Sánchez se siente como pez en el agua cuando viaja fuera de España.

¿Cuál es entonces el reproche? Que aquella regla de oro opera en su caso con dificultad. Al presidente del Gobierno no parece importarle demasiado que la exhibición exterior de sus necesidades domésticas y sus particulares intereses políticos merme la credibilidad de España ante el resto del mundo. Pasó con el bochornoso episodio del Sáhara Occidental, en el que súbita y unilateralmente, y ante el asombro de propios y extraños, se rectificó la posición histórica de España respecto a ese territorio, del que somos potencia administradora, sin que hasta la fecha el Gobierno haya explicado el porqué de tan abrupta decisión. Y ha vuelto a pasar con Israel.

Al presidente del Gobierno no parece importarle demasiado que la exhibición exterior de sus intereses políticos locales merme la credibilidad de España ante el resto del mundo

La cuestión no es si Sánchez tiene o no razón cuando habla de “matanza indiscriminada de civiles” en Gaza por parte de Israel. La cuestión es si un gobernante tiene derecho a convertir su opinión particular -una opinión de nuevo unilateral, no consensuada con otras fuerzas políticas-, sus coyunturales urgencias, en la posición oficial de todo un país. La respuesta es bien simple: no. Pero más grave aún es que ese gobernante exprese su particular veredicto cuando no ha sido invitado en su condición de mandatario de un país determinado sino como representante de un grupo de naciones, en este caso la Unión Europea.

Si hay un terreno en el que los matices son a veces el núcleo del mensaje, en el que las formas son el fondo, ese es el de la política internacional. En su visita a Israel, acompañado del primer ministro belga (que también acudía en calidad de representante de la UE, en tanto que presidente de turno de la Unión en el primer semestre de 2024), Pedro Sánchez pudo aprovechar la inmejorable ocasión para hacer pedagogía, en lugar de alimentar un imprudente antisemitismo. Antes de hablar de “matanza” y de respuesta armada “insoportable”, terminología elegida para nutrir ante la opinión pública internacional su perfil “progresista” y contentar a los miembros más radicalmente anti judíos de su gobierno, Sánchez podía haber ilustrado a la comunidad internacional acerca de los métodos mafiosos de Hamás, cuyos dirigentes se enriquecen a costa del pueblo al que dicen proteger.

La prensa internacional nos ha instruido estos días sobre la realidad de una sociedad convertida en rehén de Hamás, aportando la información que oculta el antisemitismo, la que no interesa a aquellos que en España no condenaron el salvaje ataque del 7 de octubre que se saldó con unas 1.200 personas asesinadas a sangre fría. Podía haber contado Sánchez que la facilidad con la que Hamás actuó aquel día pudo tener relación directa con el fuerte incremento de permisos de trabajo que Israel había concedido a ciudadanos de Gaza, que superaban los 18.000 cuando la organización terrorista perpetró aquellos terribles atentados. Podía haber subrayado que gracias a esa generosidad, a ese riesgo asumido, los ingresos que esos trabajadores aportaban al conjunto de la economía gazatí significaban un 10 por ciento de la masa salarial de la franja, según los datos que publicaba hace unos días el Corriere della Sera.

Si Pedro Sánchez hubiera leído el prestigioso diario italiano, también habría podido mostrar públicamente su indignación por el hecho de que la oligarquía de Hamás retenga una parte nada despreciable de los 2.300 millones de dólares de ayuda internacional que llegan cada año a la franja; o cómo esa misma oligarquía impone una quita de entre el 20% y el 40% de cada operación de exportación e importación de productos con origen o destino en Gaza. “[Hamás] no es un movimiento nacionalista; y no es sólo una organización terrorista -escribía en el Corriere Federico Fubini-. Es un cartel mafioso que se enriquece a sí mismo y empobrece el territorio en el que opera, mientras construía bajo la Gaza ‘civil’ una infraestructura de guerra con la que preparaba el 7 de octubre”.

Sánchez podía haber dicho todo eso, que seguro que conoce, antes de pedir, con toda razón y legitimidad, contención a Benjamín Netanyahu. Pero no lo hizo. En lugar de sobrevolar las urgencias de la mediocridad partidista, el presidente se envolvió con la kufiya desbaratando cualquier opción de que España pudiera jugar un provechoso papel de mediación entre ambas partes. No es eso sin embargo lo más grave.

Tras la ‘performance’ propalestina de Sánchez, algunas de las agencias con más alto grado de conocimiento de las estructuras del terrorismo islamista han ralentizado temporalmente su colaboración con España

El 29 de noviembre de 2003 radicales islamistas asesinaban en Irak a siete agentes del Centro Nacional de Inteligencia (CNI). Veinte años después, otros radicales islamistas agradecían la “postura clara y audaz” del presidente del Gobierno de España. Las relaciones de las agencias de inteligencia de España e Israel (Shin Bet, Mossad o la Unidad 8200) aguantan por la estrecha relación que existe entre sus profesionales. Pero aquellos que quizá atesoran el más alto grado de conocimiento de las estructuras del terrorismo islamista en el mundo, junto a los norteamericanos, han ralentizado su colaboración con nuestro país.

¿Es creíble que el presidente no fuera consciente de las consecuencias que su actitud podía acarrear en materia de inteligencia? La pregunta debiera formar parte del campo de la retórica, pero vaya usted a saber. La esperanza es que los servicios de inteligencia suelen sobreponerse con rapidez a las consecuencias que ocasiona la mala política. Cuando se juega a diario con fuego, el contacto personal, la confianza y el agradecimiento por la ayuda prestada en los malos momentos constituyen una red de complicidad extraordinariamente resistente. Aunque esta vez el daño causado es profundo y la herida tardará en sanar.

Pedro Sánchez ha actuado de forma irresponsable, inadmisible en un servidor público, lo que no es incompatible con la preocupación que ha causado en el mundo la reacción de Israel al brutal ataque de Hamás. Joe Biden, António Guterres, Josep Borrell y otros mandatarios han pedido continencia a Netanyahu, demanda que no siempre ha sido bien aceptada. Pero ningún dirigente de una democracia avanzada ha sobrepasado la frontera de la crítica para adentrarse, en el momento más inoportuno, en el terreno de la ofensa. Solo espero que no lo acabemos pagando.

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