Pocas dudas quedan tras cien días de desgobierno que el pasajero VIP del Falcon es un fraude a la democracia. Pedro Sánchez ha demostrado que solo está en La Moncloa para hacer propaganda de su persona, ni siquiera de su partido, y arrinconar a sus enemigos políticos. No le ha bastado con violentar el espíritu de la moción de censura constructiva al presentarse en el Congreso sin un proyecto de gobierno y recabar el apoyo de los enemigos del régimen constitucional, sino que tenía que mentir.
Llegó a la tribuna prometiendo resolver la crisis con unas elecciones. Creyó, como aquel general Espartero que vino a solucionar la política en 1840 y se quedó de Regente durante tres años, que no había mejor pasarela política que el Consejo de Ministros. Pero Sánchez, atado por su ambición, no pudo nada más que prometer y posar, y acabó recurriendo a la trampa, como en su tesis doctoral, para romper el techo de gasto.
Apuntó a la mayoría del PP en el Senado como el gran obstáculo a su enorme sensibilidad social, pero desistió porque necesita gastar con urgencia para hacer campaña electoral en Andalucía. Y como es el “gobierno más feminista”, lo ha hecho bastardeando la Ley contra la Violencia de Género. La legalidad, ya se sabe en autoritarios, es maleable como el cuello caliente de una botella.
Hoy, la incertidumbre se hace acompañar de la seguridad de que cada iniciativa de Sánchez es seguida por un chantaje de populistas y nacionalistas
El asunto es grave porque falsear las instituciones y violar el espíritu de la norma ahonda la crisis política. Tenemos un Estado que mengua como estructura creíble dentro y fuera del país, cuestionado por quienes son los socios parlamentarios de Sánchez e insultado por los jueces de Bélgica. La imagen exterior de España es la de un país caótico, débil, donde los golpistas se hacen fuertes y los ex terroristas son cargados de razón moral por el bastón aúlico y podemita del que depende el Gabinete. Es más; hasta Josep Borrell, en quien muchos pusieron sus esperanzas para frenar la propaganda golpista en Europa, repitió hace días aquello de “nación de naciones”, lo que no se contempla en la Constitución y tiene un complicado encaje jurídico.
A esto, un Estado débil, se ha sumado el Gobierno con menos autoridad de la democracia. No me refiero solamente a que cada propuesta gubernamental es seguida de una rectificación, o a que ha despedido a dos ministros en tres meses y a una directora general por legalizar un sindicato de trabajadoras del sexo, sino a los tres pilares de la autoridad con los que se reviste un gobierno democrático.
El gobierno de Sánchez carece de autoridad parlamentaria, no porque únicamente tenga 84 diputados, sino porque las alianzas con sus socios, aquellos que le votaron en la moción, son espejismos. Al no haber un programa de gobierno previo, las ocurrencias de Sánchez son negociadas después de su presentación en los medios.
No tiene nada que ver con el acuerdo gubernamental al que Sánchez y Rivera llegaron en 2016, cuando aquella alianza parlamentaria hacía previsible la acción del Ejecutivo. Hoy, la incertidumbre se hace acompañar de la seguridad de que cada iniciativa de Sánchez es seguida por un chantaje de los populistas socialistas y nacionalistas. En realidad, no es un gobierno parlamentario, sino un desgobierno que deja pasar los días esperando que algo ocurra para subir en las encuestas.
Tenemos un Estado que mengua como estructura creíble dentro y fuera del país, cuestionado por los socios parlamentarios de Sánchez e insultado por los jueces belgas
Tampoco tiene la autoridad electoral. Es probable que si hubiera convocado elecciones nada más sacar adelante la moción de censura habría ganado en respetabilidad, confianza, en altura como hombre de Estado, y habría conseguido un resultado positivo. En lugar de eso, Sánchez sigue siendo un coleccionista de derrotas en las urnas, en la que la última siempre es peor que la anterior. La legitimidad en democracia se gana con el comportamiento leal y legal, sensato y respetable, que casi siempre recompensa el electorado. El presidente del Gobierno ha hecho lo contrario, y su descrédito es mayúsculo.
Por último, el ministerio Sánchez no tiene autoridad moral. La enorme e insalvable distancia entre la atalaya virtuosa en la que se situó cuando era oposición, el modo rudo con el que zarandeó la honorabilidad y honestidad de políticos del PP, el tono campanudo de inquisidor de sóviet, se compadece muy mal con lo que ahora conocemos de su pasado y presente.
La manoseada regeneración con la que quiso revestir su discurso hueco, esa exigencia de moralidad en la vida pública como en la vida privada, debería empezar por él mismo. Esa coherencia ha sido siempre una exigencia histórica. Nadie creyó en Rusia que el leninista Gorbachov pudiera fundar la democracia, como aquí no hubo osados que pensaran en Arias Navarro como instaurador de un gobierno parlamentario.
Sería conveniente recuperar la autoridad del Gobierno, al menos una de las tres, ya sea convocando elecciones o cambiando de socios.
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