Dice el prófugo Puigdemont, redivivo tras las elecciones a pesar del batacazo de su partido, que él no quiere negociar nada con el Gobierno de España, sino con el "Estado español".
En una entrevista en Rac1, establece Puigdemont un paralelismo entre, por un lado, el propietario de la masía y su masovero y, por el otro, el Estado y el Gobierno. Constata su ignorancia al atribuir a un Sánchez en funciones el Gobierno efectivo tildándole de masovero, pero sobre todo yerra al hablar de la propiedad del Estado, porque el único dueño de la Nación española constituida en Estado es la propia Nación, esto es, el conjunto del pueblo español.
El propio Puigdemont reconoce que él quiere tratar con Sánchez asuntos que afectan a la "propiedad", y en efecto sus exigencias exceden con mucho las competencias del Gobierno de turno de la Nación e incumben directamente a sus legítimos propietarios, que somos el conjunto de los ciudadanos españoles. Ni Sánchez ni nadie tiene derecho a sustraernos el derecho a decidir -el único verdaderamente existente- sobre lo que debe ser España en las próximas décadas. Ese poder constituyente solo lo tiene la Nación entera y, únicamente en circunstancias excepcionales y con escrupuloso respeto a los derechos individuales de todos los ciudadanos, puede a través de la reforma constitucional introducir cambios esenciales en los pilares de nuestro pacto constitucional. Sólo un tirano podría arrogarse un poder tan exorbitante, hurtando al conjunto de la sociedad española de hoy la soberanía nacional y a nuestros hijos y nietos, los derechos y libertades inherentes a la ciudadanía española.
Sánchez -como Zapatero- ya ha demostrado sobradamente que la unidad de España le parece un fenómeno contingente supeditado a su irrefrenable voluntad de poder. El mero hecho de que se plantee siquiera negociar su investidura con Puigdemont -la misma semana que la Comisión Europea confirma que el expresidente de la Generalitat recibió ayuda económica y logística de la Rusia de Putin para desestabilizar España y la Unión Europea- da la medida del nulo sentido de la responsabilidad y noción de Estado que gasta Sánchez.
De ahí que incluso exministros socialistas como César Antonio Molina pidieran el voto para el Partido Popular el pasado 23 de julio. A muchos socialistas razonables les duele España y les parece inconcebible pretender gobernar España con una plétora de partidos cuya única argamasa es, precisamente, el odio a España.
Sánchez -como Zapatero- ya ha demostrado sobradamente que la unidad de España le parece un fenómeno contingente supeditado a su irrefrenable voluntad de poder
Llamar bloque de progreso a esa amalgama de partidos abiertamente hispanófobos que hacen bandera de la insolidaridad y el desprecio sistemático a andaluces y extremeños, resulta sencillamente grotesco. Por no hablar de la aberración que supone el hecho de que se presenten como paladines de la moderación quienes homenajean a terroristas (Bildu) y a los fascistas hermanos Badia (Junts y ERC). Estos son quienes delimitan el perímetro de lo moralmente aceptable en la España de Sánchez, que les abraza con fruición.
En la España de Sánchez, los partidos más reaccionarios de Europa reparten carnés de demócrata por doquier, e incluso determinan con quién podemos pactar los demás. Envalentonados ante la inanidad de Sánchez y su narcisismo, los enemigos de la "propiedad", que es España, se han enseñoreado del espacio público y lo deforman a su antojo.
Volviendo a la metáfora de Puigdemont, acierta el huido cuando dice que él quiere negociar con Sánchez cosas que afectan a la "propiedad". La soberanía nacional reside en el conjunto del pueblo español, y ni Sánchez ni nadie puede disponer de ella sin consultar al cuerpo social democrático: la Nación de ciudadanos libres e iguales que sus socios pretenden liquidar. Sánchez no puede cuartear la soberanía nacional, ni convertir España en una confederación de facto sin dar la palabra a la comunidad de propietarios de este gran solar que es España.
PP y PSOE tienen la obligación moral de entenderse en cuestiones de Estado, máxime cuando lo que está en juego es el propio Estado
PP y PSOE, que concitan el apoyo de más del 60 por ciento de los españoles y suman entre ambos 258 de los 350 escaños del Congreso de los Diputados, están obligados a alcanzar una suerte de compromiso histórico en el ámbito nacional que recupere el espíritu de la Transición y ponga en marcha una agenda reformista que blinde nuestras instituciones democráticas frente a pulsiones autoritarias que se ciernen sobre ellas. Y si Sánchez, ávido de poder, se niega, los socialistas responsables y razonables deberían ser los primeros en alzar la voz. Nuestro país les necesita hoy más que nunca. España no necesita más guerracivilismo, sino más sensatez, firmeza en la defensa de nuestro ordenamiento constitucional y, sobre todo, unidad. Y eso sólo pueden obrarlo los dos partidos estratégicos para nuestra democracia, PP y PSOE, juntos. No hay otra.
Nacho Martín Blanco es diputado electo del PP por Barcelona al Congreso de los Diputados
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