En la segunda semana de julio de 1976, el recién designado presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, invitó a comer a unos cuantos tigres en un reservado del restaurante La Nicolasa, en la madrileña calle de Velázquez. Suárez estaba en uno de los momentos más tensos de su vida: el Rey le acababa de nombrar presidente después de un inaudito juego de prestidigitación política, es verdad, pero tenía en contra todo lo demás. Los banqueros y financieros le consideraban un advenedizo y un charlatán, flor de un día. El Ejército no le podía ni ver. La oposición al régimen, aún clandestina, le consideraba un falangista. Los franquistas le llamaban “el chuletón de Ávila”: poco hecho y rojo por dentro. La Iglesia le ignoraba y, esto sobre todo, la Prensa le disparaba a los zapatos día sí y día también. La Prensa, más influyente y seguida entonces que nunca antes ni después porque había decidido usar por las bravas una libertad de expresión que, legalmente, aún no existía. España aún era una dictadura, pero la gente devoraba los semanarios de entonces.
Los tigres a los que Suárez invitó a comer eran precisamente los más brillantes de aquellos periodistas. Formaban el Club Blanco White y se llamaban Miguel Ángel Aguilar, Pepe Oneto, Federico Ysart, Juan Luis Cebrián, José Antonio Novais, Ramón Pi, Rafael Calvo Hernando y algunos más.
Suárez se había propuesto ganárselos y ellos lo sabían. Entraron en el restaurante con los pulgares figuradamente enganchados en los tirantes y el puro entre los dientes, como James Cagney. Suárez pidió una tortilla francesa que apenas tocó y puso junto al plato dos paquetes de Ducados Internacional, que era lo que fumaba compulsivamente. Y durante siete horas –han leído bien: siete horas– les explicó lo que pensaba hacer antes de un año: acabar con el franquismo, sacar de la chistera una democracia de corte europeo, promulgar la amnistía, legalizar los sindicatos y los partidos (todos), convocar elecciones libres, comenzar un proceso constituyente…
Los tigres le miraban con la compasión con que se mira a quien, sentado en un banco de la calle, habla solo. Les parecía incomprensible que dijese todas aquellas cosas sin beber nada más que agua. No le creyeron una palabra, pero muchos de ellos atenuaron la virulencia de los estacazos y le concedieron, bien que a regañadientes, el beneficio de la duda.
Un año después, exactamente un año después, en julio de 1977, fueron los tigres quienes invitaron a comer a Suárez. En el mismo restaurante. Y fue Ysart quien, en nombre de todos, le regaló un tebeo (entonces nadie los llamaba cómics) del Capitán Trueno. Esto lo contaba Oneto, aunque otros autores, como Fernando Ónega, sostienen que se trataba del Guerrero del Antifaz. No vamos a discutir por esa tontería.
¿Y por qué lo hicieron? Pues muy sencillo: había cumplido su palabra. Lo había conseguido. Todo. Y los tigres sabían mejor que nadie que aquello había sido casi imposible. Pero estaba hecho.
Con ese precedente, yo hago lo que hicieron los tigres en 1976: no doy por imposible que Pedro Sánchez pueda sacar adelante su proyecto de un “Gobierno de progreso”, como él lo llama. Incluso cabe la posibilidad de que dure los cuatro años de la legislatura. ¿Que lo tiene difícil? No, difícil es poco, lo tiene terrible. Pero si lo hizo Suárez lo puede hacer otro. Imposible no es.
El gobierno de la Nación les importa un rábano a los indepes. Lo usarán para intentar sus objetivos. Y para nada más
La realidad es muy diferente de la que había hace 42 años, eso está claro. Pero las dificultades no lo son. Suárez tenía el apoyo del Rey, que en aquel momento era fundamental (ahora ya no es así) y no se dejaba meter mano por nadie, menudo era. Sánchez comienza su mandato en la angustiosa situación de estrujamiento testicular progresivo a que le tienen sometido los “rufianes”, que van a lo que van y a ninguna otra cosa, como dejó bien claro la señora o señorita Montserrat Bassa: el Gobierno de la Nación les importa un rábano a los indepes. Lo usarán para intentar sus objetivos. Y para nada más. Y si no consiguen esos objetivos, lo dejarán caer. Es la viejísima estrategia del “cuanto peor para todos, mejor para nosotros”.
Pero Suárez lo consiguió. ¿Por qué negarle a Sánchez siquiera la posibilidad de que pueda hacer lo mismo?
Los Gobiernos de coalición, inéditos en la democracia española, son cosa nada infrecuente en Europa. Y, al contrario de lo que dice Iñaki Gabilondo, no todos han ido mal, ni han sido breves, ni han caído al primer soplido, aunque es cierto que en algunas ocasiones sí ha sucedido así. En Grecia, por ejemplo, la izquierda de Syriza ha gobernado en dos etapas con la derecha dura de ANEL. Es un ejemplo entre decenas. Quiero decir con esto que es, como mínimo, posible que Sánchez consiga lo que se propone, que es un Gobierno –en sus palabras– de progreso.
Sensato y honesto
Hay, sin embargo, algo que no logro entender. Las derechas españolas (las tres, que han dado durante la sesión de investidura un espectáculo casi tan vergonzoso como la señora o señorita Bassa y como el otro pinjimín de Bildu, cuyo nombre no recuerdo y no voy a perder un minuto en mirarlo) vocean como fieras porque Sánchez se ha puesto, según ellos, en manos de los rufianes. Si tan seguros están de eso, y también lo están de que ese es el peor de los males imaginables, ¿por qué no se abstuvieron en la votación, para hacer irrelevante la abstención de los indepes? Eso habría eliminado el peligro que ellos tanto dicen temer.
¿Que eso habría supuesto apoyar a un Gobierno con el que no están de acuerdo? Sin duda, pero ¿qué es peor? ¿Permitir, en una situación tan grave como esta, la investidura de un adversario político o dejar que el Gobierno de España dependa de quienes quieren cargarse el país? ¿No habría sido más honesto y, sobre todo, más sensato permitir la formación de un Gobierno constitucionalista antes que dejar que se eche en manos de quienes pretenden reventar la propia Constitución?
O a las derechas el peligro de los indepes no les parece, en realidad, para tanto, o lo único que buscan es la destrucción del adversario
Ni los socialistas ni las derechas lo intentaron en serio durante estos meses pasados. Unos y otros sabrán por qué. Yo no lo entiendo. O a las derechas el peligro de los indepes no les parece, en realidad, para tanto, o lo único que buscan es la destrucción del adversario, como ha sucedido otras veces: cuando ganó Zapatero, por ejemplo. La negativa ya expresada por esas derechas para llegar a pactos de Estado con el nuevo Gobierno hace pensar que volvemos a las andadas. ¿A quién beneficia esa actitud? ¿A la Nación? Desde luego que no. ¿A ellos? Pues permítanme que lo dude…
Quizá alguien recuerde que Suárez, en 1982, votó a favor de la investidura de Felipe González, que llevaba más de un lustro haciéndole la puñeta, sobre todo a partir de 1979. Está claro que eran otros tiempos. Y otras personas, con un sentido del Estado, por desdicha para todos, muy distinto del que ahora tiene la inmensa mayoría de la clase política.
Ahora está dificilísimo, para qué vamos a decir otra cosa. Pero como posible, es posible. Yo deseo que este nuevo Gobierno tenga éxito. Porque, tanto si me gusta como si no, es el Gobierno de mi país. Y si fracasa, será malo para todos. Es así de sencillo.
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