Opinión

No es tolerable, no es viable, no se va a olvidar

Lo que Sánchez ha dejado claro con este aquelarre antijurídico, es que el bien a preservar no es la convivencia o la desinflamación, sino sus opciones de mantenerse en el poder

“Como algún amigo me defienda otra vez a Sánchez le retiro la palabra”. Esto me lo soltó así, de improviso, un viejo conocido, ilustre militante socialista, ahora de base, cuando supimos que PSOE y Esquerra Republicana habían llegado a un acuerdo para reformar el delito de malversación a la medida de los independentistas, condenados o encausados, y antes de que nos enteráramos del nuevo requisito de los de Junqueras: un referéndum ilegal y necesariamente amañado. “No hay otra”, advirtió poco después Pedro Sánchez en Barcelona al defender su política de “desinflamación” como la única posible. Pero, ¿de verdad no hay otra?

“Sánchez reforma los delitos de sedición y malversación convencido de que Catalunya será su principal activo electoral”, titulaba en paralelo eldiario.es, que añadía, citando fuentes de Moncloa: “Tras la debacle de Andalucía el pasado junio, Catalunya es el principal activo electoral del PSOE. De los catalanes depende, entre otras cuestiones, que Pedro Sánchez pueda revalidar su mandato en 2023”. Acabáramos. Ahora resulta que no se trata tanto de desinflamar como de limitar los daños; de compensar el desastre andaluz. ¿Cuál es la prioridad que se esconde tras la capitulación en cadena y la precipitación reformadora que hoy culmina con el paquete de irregulares reformas diseñadas en connivencia con el secesionismo? ¿Recuperar la convivencia en Cataluña o mejorar la posición en el viejo granero electoral?

Sánchez ha optado por debilitar el Estado de Derecho para competir electoralmente, pero no con el independentismo, que sería lo prioritario, sino exclusivamente con el Partido Popular

En lugar de reforzar la legitimidad constitucional, que sería lo previsible y razonable en un partido nacional y de gobierno, en Cataluña, con este cínico juego de intereses partidistas, el Ejecutivo ha optado por debilitar el Estado de Derecho como vía para competir electoralmente. Pero no con el nacionalismo, que sería lo prioritario, sino exclusivamente con el otro gran partido nacional, el Partido Popular. Para justificar el disparate, y con la complicidad militante de los socios parlamentarios y de gobierno, se viene perpetrando otro si cabe mayor: el intento de consolidación de un “marco mental según el cual la derecha supone un obstáculo para la convivencia democrática”, según la pertinente apreciación del profesor Javier Redondo.

Pero además de esa inquietante y estúpida pretensión, que solo sirve para disfrazar el despropósito echando mano de la no siempre inocua justificación ideológica, la estrategia del presidente se asienta en una maniobra insolidaria. Sánchez presenta la eliminación del delito de sedición y la reforma de la malversación como una apuesta arriesgada, algo así como el sacrificio de un hombre de Estado dispuesto a asumir un desgaste improrrogable en beneficio de la comunidad. La realidad, sin embargo, es otra muy distinta. Emiliano García-Page lo ha visto claro (“Que no nos tomen por tontos”): lo que espera Sánchez es que esta indecorosa operación pague intereses en mayo y que, en frase de un experimentado alto funcionario cercano al PSOE, cuyo nombre no revelo por razones obvias, “su coste se reparta entre los candidatos socialistas en municipales y autonómicas, de modo que el impacto quede ya muy amortiguado cuando se convoquen las generales a finales de 2023”.

Cuando todo es posible nada es viable

Insolidaridad y amnesia. Se acelera el trámite, prescindiendo, de nuevo, de los informes preceptivos del Consejo de Estado y del Poder Judicial -también para evitar seguros sonrojos-, confiando en que los festejos navideños desplieguen su habitual manto de olvido y, en el peor de los casos, que sean otros los que asuman buena parte del desgaste, para después, ya superada la barrera primaveral, aguardar pacientemente a que opere otra vez la predisposición amnésica de la sociedad; a que nos tomen por tontos y nos volvamos a dejar.

Esos son los cimientos del proyecto de supervivencia sanchista. Esos y el no menos esencial de la permanente deformación (y depreciación) de la verdad. Decía El País en uno de sus editoriales del pasado 11 de diciembre, tirando de argumentario, que “el deterioro institucional más grave que aqueja a la democracia española es la parálisis y el bloqueo a la renovación del órgano de gobierno de los jueces”. Sin duda se trata de un daño institucional severo, pero no el peor. Mucho más grave es cambiar las leyes en connivencia con los enemigos de la Constitución. Infinitamente más dañino es gobernar apoyándote en los partidos que aspiran a desintegrar la nación.

Espera Sánchez que esta indecorosa operación pague intereses en mayo y que buena parte de su coste se reparta entre los candidatos socialistas en municipales y autonómicas

Lo que Pedro Sánchez ha dejado claro, con este aquelarre antijurídico, es que el bien a preservar no es la igualdad entre españoles, ni la desinflamación, ni la convivencia, sino sus opciones de mantenerse en el poder. Sánchez ha superado todas las fronteras que protegen el territorio de la decencia, en el que se cultiva el respeto a los gobernados, para adentrarse en la demarcación de la deshonestidad política. Debiera el presidente del Gobierno saber que hay cosas que no es posible olvidar, y que, como dejó por escrito Julián Marías en Ortega, circunstancia y vocación, “una sociedad está definida, antes que nada, por las cosas que en ella no son posibles, porque el cuerpo social no las tolera, y a mediados del siglo XIX [como ahora], cualquier cosa es posible en España, lo cual equivale a decir que nada es viable”.

Esto no, señor Sánchez. Esto no es tolerable. Esto no es viable. Esto, señor Sánchez, por mucho que se empeñe, no se va a olvidar.

La postdata / 1936, una ‘ingente frivolidad’*

“La guerra fue consecuencia de una ingente frivolidad. Esta me parece la palabra decisiva. Los políticos españoles, apenas sin excepción, la mayor parte de las figuras representativas de la Iglesia, un número crecidísimo de los que se consideraban ‘intelectuales’ (y desde luego de los periodistas), la mayoría de los económicamente poderosos (banqueros, empresarios, grandes propietarios), los dirigentes de sindicatos, se dedicaron a jugar con la materias más graves, sin el menor sentido de responsabilidad, sin imaginar las consecuencias de lo que hacían u omitían (...).

Pero ¿puede decirse que estos políticos, estos partidos, estos votantes querían la guerra civil? Creo que no, que casi nadie español la quiso. Entonces ¿cómo fue posible? Lo grave es que muchos españoles quisieron lo que resultó ser una guerra civil. Quisieron: a) Dividir al país en dos bandos. b) Identificar al ‘otro’ con el mal. c) No tenerlo en cuenta, ni siquiera como peligro real, como adversario eficaz. d) Eliminarlo, quitarlo de en medio (políticamente, físicamente si era necesario).

Se dirá que esto era una locura. Efectivamente, lo era”.

(*) “Cómo pudo ocurrir”, ensayo incluido en “Cinco años de España”. Julián Marías.

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