El flamante ministro de Presidencia, Félix Bolaños, ha sido el último miembro del Ejecutivo en asumir públicamente que el Gobierno contempla y aun planea la celebración de un referéndum en Cataluña. Hace apenas cuatro años, durante las ominosas jornadas del 6 y 7 de septiembre de 2017, cuando el PSC estuvo por una vez donde debería estar siempre un partido teóricamente constitucionalista, parecía imposible que los socialistas volvieran a flirtear con la vía referendaria como ya hiciera el ahora también ministro Miquel Iceta allá por el año 2012. Pero, por desgracia para los constitucionalistas catalanes, la cabra siempre tira al monte.
En una entrevista con El País publicada el 18 de julio, hace apenas dos semanas, Bolaños respondía a la pregunta del entrevistador sobre un posible referéndum en Cataluña que el camino es “llegar a acuerdos y luego votar” y ponía como ejemplo inopinado el referéndum de 2006 sobre el Estatut, que según Bolaños tuvo el respaldo “de más del 70% de la población” (sic). Para recitar la letanía oficial del separatismo, al ministro solo le faltó decir que luego vino el “hachazo de un Tribunal Constitucional ilegítimo que laminó la soberanía del pueblo de Cataluña y alimentó la desafección que desencadenó el procés”. No en vano uno de los principales inspiradores de la letanía fue el expresidente socialista de la Generalitat José Montilla.
Soslaya Bolaños el hecho de que el Estatut que él presenta como paradigma de consenso no contó con el respaldo de más del 70% de la población, sino con el 35,9% del censo, el menor apoyo de la historia de los referéndums en Cataluña, un auténtico fracaso surgido de uno de los hechos más antidemocráticos de la historia reciente de España: el Pacto del Tinell. Parece que para este Gobierno los hechos son, en el mejor de los casos, meros puntos de partida para la invención, por decirlo en palabras de Borges.
El ejemplo de Quebec
Por su parte, el presidente del Gobierno cuenta sus promesas por incumplimientos, pero lo cierto es que ya en septiembre de 2018, durante su visita a Canadá, ponderó el caso de Quebec como ejemplo para resolver “conflictos” (sic) como el de Cataluña. Impresiona la ligereza con que Sánchez presenta como aval de la vía referendaria un caso que atestigua como pocos el fracaso de ese camino, por no hablar de su manifiesto desconocimiento de las enormes diferencias entre la realidad catalana y la quebequesa.
Resulta inquietante la naturalidad con que el presidente del Gobierno y sus ministros asumen acríticamente la versión adulterada de la historia y del presente que les imponen sus socios separatistas. No hay más que ver lo que dice la nueva ministra de Educación, Pilar Alegría, sobre el derecho de los padres catalanes, en cuanto ciudadanos españoles, a escolarizar a nuestros hijos también en español. Dice el Ministerio que eso “no es competencia del Estado, sino de las administraciones educativas”, lo cual confirma definitivamente que el Ejecutivo, como los separatistas, confunde Estado con Gobierno, y si no que explique Alegría qué son las administraciones educativas autonómicas si no instituciones del Estado cuyos poderes emanan del pueblo español.
Empatía, unilateral por supuesto, para con los que desprecian la convivencia; e indolencia, cuando no desprecio, para con los que padecemos a diario sus atropellos
La actitud adanista de Sánchez con relación a Cataluña recuerda, efectivamente, a la del que fuera primer ministro canadiense entre 1984 y 1993, el conservador Brian Mulroney, que se empeñó en zanjar la cuestión quebequesa autoerigiéndose en paladín del diálogo asumiendo a tal efecto buena parte de las exigencias del nacionalismo quebequés y menospreciando así el sentir de los quebequeses no nacionalistas y del resto de los canadienses.
Igual que Sánchez, Mulroney aceptó por intereses electorales que los únicos sentimientos atendibles eran los de los nacionalistas quebequeses, a quienes era necesario agasajar para que no se fueran, como si el resto de los quebequeses y de los canadienses no tuvieran sentimientos, o éstos fueran de segunda categoría. Es el “mensaje rotundo de empatía” del que habla Sánchez para justificar los indultos y su plétora de concesiones al separatismo. Empatía, unilateral por supuesto, para con los que desprecian la convivencia; e indolencia, cuando no desprecio, para con los que padecemos a diario sus atropellos. Esa es la receta de Sánchez para “resolver” la cuestión catalana.
Ni que decir tiene que el invento de Mulroney acabó en un sonado fracaso con la celebración en 1992 de un referéndum para la reforma constitucional impulsado por el Gobierno canadiense con el “encaje” de Quebec en Canadá como leitmotiv (el malogrado Acuerdo de Charlottetown). Lejos de aplacarles, el fracaso de la estrategia “apaciguadora” de Mulroney envalentonó a los separatistas, que en 1995 volvieron a convocar otro referéndum secesionista como el de 1980, también inconstitucional. El apaciguamiento solo sirve para que los nacionalistas se reafirmen en sus exigencias antidemocráticas.
La unidad de España no es un hecho contingente, sino un imperativo democrático, garantía de libertad, igualdad y progreso, un compromiso histórico de convivencia
Abrir la vía referendaria en Cataluña desde el Gobierno de España es una temeridad que solo un político desaprensivo e irresponsable como Sánchez puede cometer. Lo hizo Mulroney en Canadá y a punto estuvo de provocar la secesión de Quebec, por no hablar de David Cameron, el ex primer ministro del Reino Unido que fracturó Europa y por poco hace jirones de la Union Jack, blandiendo ese “instrumento para dictadores y demagogos” del que hablaban el laborista Climent Attlee y la conservadora Margaret Thatcher: el referéndum.
La unidad de España no es un hecho contingente, sino un imperativo democrático, garantía de libertad, igualdad y progreso, un compromiso histórico de convivencia con las generaciones pasadas, presentes y futuras y un valor en sí mismo que merece la pena defender no solo frente a quienes pretenden liquidarla, sino también ante quienes, como Sánchez, están dispuestos a subastarla.
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