Opinión

Sánchez, saca tus manazas de Doñana

El Gobierno ha convertido Doñana en campo de batalla electoral mientras su política hidráulica naufraga por inexistente

La polémica sobre la gestión del parque nacional de Doñana, con su cacofonía de voces autorizadas y menos autorizadas, estrategias políticas vagamente camufladas, datos científicos incompletos e intereses de toda clase, ha vuelto a evidenciar lo difícil que es para el ciudadano de a pie hacerse con un criterio sobre asuntos que desbordan con mucho su formación. Bien puede afirmarse, sin riesgo de error, que al parque no le sentó nada bien su paso a manos de la Administración, porque las familias que lo cuidaron durante generaciones lo entregaron al Estado en mejores condiciones de las que ahora tiene, e infinitamente mejor cuidado.

Doñana ya está rodeado por urbanizaciones y cultivos intensivos que, en las condiciones actuales de sequía, ponen cada vez más en riesgo  su conservación, sin que las administraciones públicas hayan hecho algo más que aspavientos durante las últimas décadas, sin poner verdadera solución a los problemas pese a las advertencias y los avisos de quienes realmente conocen la zonas y sus problemas. Esa es la realidad, queramos o no, al margen de siglas, posturas políticas y propuestas de todo orden que no han pasado del papel.

Ahora nos preguntamos qué podíamos haber hecho para evitar las restricciones que se nos vienen encima, sin darnos cuenta de que llegamos veinte años tarde


El caso de Doñana es un ejemplo, quizás el más doloroso por su excepcionalidad e importancia, de las consecuencias que se derivan de la falta de una verdadera política nacional sobre el agua. El último en intentarlo fue José María Aznar con su propuesta de Plan Hidrológico Nacional que pretendía racionalizar el uso del agua y distribuirla con criterios objetivos. Con la llegada de Rodríguez Zapatero a la Moncloa, aquella razonable y necesaria iniciativa fue dinamitada. Los trasvases previstos se sustituyeron por las carísimas e impotables desaladoras de la ministra Narbona y se renunció a una política hidrológica de carácter global. De esta forma se dejó la gestión del agua a merced de barullos competenciales entre diferentes administraciones, en una guerra de todos contra todos bajo el criterio de que mis acuíferos y mi trozo de río son míos y aquí se hace o no se hace lo que yo quiero. De la misma forma que se diluyó, nunca mejor dicho, el concepto de España, se perdió el agua.

Y ahora, mirando todos a este cielo azul, donde las nubes están de adorno, nos preguntamos qué podíamos haber hecho para evitar las restricciones que se nos vienen encima, sin darnos cuenta de que llegamos veinte años tarde. La única reacción conocida de la ministra Ribera, la primadona del agua, ha sido la de llamar 'señorito' al presidente de la Junta de Andalucía y pasearse con gesto interesante en la acogedora portada de El País.
Quizás lo que sucede es que el agua es algo demasiado serio como  para dejarlo en manos de aficionados como los que nos gobiernan, que han convertido este asunto en arma electoral, en asunto de politiqueo vergonzante. Se me ocurre a bote pronto que a Pedro Sánchez, nuestro aún presidente, le hubiera venido bien una temporada de becario del secretario de cualquiera de nuestras comunidades de regantes. Las que yo conozco, con todas sus dificultades y sus problemas, son modélicas.

Los agricultores saben que o pagan a la Comunidad o se quedan sin agua, y eso es una de las pocas cosas verdaderamente sagradas de su vida

Con su organización democrática, sus reuniones constantes, siempre a la caída del sol cuando los agricultores terminan su trabajo diario y sus locales sencillísimos, gestionan con mano de hierro los presupuestos que salen de sus propios bolsillos. Ni un solo céntimo en nada superfluo, que hasta las convocatorias de las reuniones las remiten con el papel doblado sobre sí mismo y cerrado por una grapa para ahorrarse el sobre, y con los proyectos de modernización de riegos, siempre legales y siempre dentro de lo posible, estudiados al milímetro para optimizar hasta la última gota de agua con inversiones sensatas que no solo no perjudican al medio ambiente sino que lo mejoran. Durante la crisis del 2007 los deudores más buscados por las entidades bancarias  por su solvencia y su historial crediticio sin tacha fueron precisamente las Comunidades de Regantes.

Una sociedad adulta

Los agricultores saben que, o pagan a la Comunidad o se quedan sin agua, y eso es una de las pocas cosas verdaderamente sagradas de su vida. En unas explotaciones atravesadas por tuberías que afectan a todos por igual, los regantes dan un ejemplo de cómo gestionar su necesaria dependencia de por vida los unos de los otros, resolviendo sus diferencias con seriedad, criterio y sin tonterías, justo lo contrario de lo que hace este Gobierno. Una junta de Regantes es una de las pocas organizaciones de adultos que quedan en esta sociedad infantilizada, y quizás por eso mismo ni se conocen ni se valoran. Pero quien las ha vivido sabe que cualquier presidente de una comunidad de regantes  podría sentarse en la presidencia del Consejo de Ministros, dejarse asesorar con humildad y hacerlo bien. En cambio, si el presidente del Gobierno se presentara a las elecciones para vocal de una Comunidad de regantes, no saldría elegido. Para gestionar el agua hay que saber del asunto, manejar grandes presupuestos con honradez y eficacia y trabajar por el bien común. Condiciones todas ellas de las que Sánchez carece.

Apoya TU periodismo independiente y crítico

Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación
Salir de ver en versión AMP