Tuvo lugar este lunes la reunión entre el presidente del Gobierno y el presidente de la Generalitat. Hay que remarcarlo porque parece como si el encuentro se hubiera venido celebrando desde que se anunció, tomando así un cariz de ritual que han cultivado todas y cada una de las palabras y acciones de los miembros del Ejecutivo de Sánchez en relación a la situación catalana. Como lo ha acompañado también la discreción con que se recurrió al Tribunal Constitucional la moción de ruptura aprobada en vísperas de la cita por el independentismo en bloque. Nótese que Sánchez siquiera se ha dejado salpicar por la obligación de aplicar la Constitución, por no hablar del silente PSC en el Parlamento catalán cuando se produjo dicha votación. Nada debía fallar en el decorado de la foto buscada por Sánchez, que la quería con muchas sonrisas. Se equivocaban quienes criticaban la inoportunidad del gobierno catalán para reiterar sus intenciones rupturistas: era el momento idóneo para que este Gobierno dejara pasar cualquier cosa. Ese precio y no el que tendrán las decisiones con las que se saldó la reunión es el primero que pagan, sobre todo, los catalanes ignorados ya por sus ‘dos gobiernos’.
Sánchez sonreía al “Le Pen español” -según él mismo decía antes de ser presidente gracias a sus votos-, y al instante alguien lanzaba un tuit desde la cuenta de Sánchez, en el que explicaba que con esa reunión, ambos presidentes comenzaban a “devolver la normalidad a España”. Puede que Sánchez no ande demasiado equivocado y realmente lo normal, lo frecuente, lo que es costumbre -y como dice el refrán, pronto ley- sea dejar en manos de partidos nacionalistas asuntos cruciales de la vida pública española. Pero todo indica que el presidente del Gobierno quiso dejar por escrito ese objetivo con la misma vocación con la que forzó su sonrisa y forzó la reunión: pensando en desmarcarse del anterior gobierno, aun a costa de dar la razón a Torra y de abrir una fractura dentro del bloque constitucionalista. Está convencido de que eso le valdrá para revalidar su estancia en Moncloa y, en consecuencia, legitimará las demandas separatistas que considere que puede asumir como quien estira un chicle.
El verdadero problema político al que se refería la vicepresidenta es cómo asumir la exigencia de Torra de seguir defendiendo exclusivamente los intereses de la mitad de catalanes independentistas
La reunión ha servido para concretar sólo vagamente algunas de las próximas cesiones: la inconstitucionalidad de unas leyes que desaparecerá de un plumazo, las relaciones bilaterales -esta última, en realidad, empezó con el orden de las reuniones con los presidentes autonómicos: Urkullu y Torra dejan al resto en cola, y eso que no se guardan el as en la manga de saltarse las leyes de nuevo-, y las soluciones políticas para los problemas políticos. “Este Gobierno”, repetía la vicepresidenta Carmen Calvo, “este Gobierno es el que vela por todos los catalanes”. El sábado, por cierto, supimos también que gracias a la llegada del PSOE al Gobierno se le ha devuelto el color a “un país en blanco y negro”, en unas declaraciones bastante ofensivas y paternalistas para los españoles, vistos por su Gobierno como material de tutela en la senda a la felicidad. El problema es que en su intención de demostrar que la moción de censura ha servido para algo más que para romper el consenso constitucional, a Sánchez le da lo mismo exagerar la realidad para erigirse como adalid de la alegría y la modernidad que inclinar la balanza a favor del nacionalismo en la cuestión catalana.
Habló mucho Calvo de la vía política para resolver los problemas políticos. Creo que obvia que el primer problema político de los catalanes es que tienen un gobierno que no descarta volver a jugar con sus derechos y libertades y que además blande orgulloso esa amenaza ante un presidente del Gobierno empeñado en normalizar todo esto. Por supuesto, el problema político al que se refería la vicepresidenta no es ese, sino el de cómo seguir pensando sólo en la mitad de catalanes que sí son independentistas. Sánchez, que reiteró a Torra su plan de ‘nación de naciones’ para España, no quiere ser la alternativa al separatismo para los catalanes no independentistas porque no es eso lo que tiene en la cabeza, pero además tampoco puede porque cada vez caben menos sospechas sobre el cambio de cromos con Torra para abordar la ‘agenda catalana’.
En realidad, no busca nada más que desmarcarse de Rajoy, objetivo político al que nada cabe objetar salvo porque obedece a los deseos del independentismo y aquellos que cedieron sus votos. A Torra ya le va bien, aunque sus más acérrimos le puedan tildar puntualmente de ‘traidor’, que es habitual en Cataluña, un Sánchez dispuesto a no dar ninguna batalla más de la cuenta. Al independentismo lo último que le conviene es un Gobierno de España que pueda rebatir los consensos nacionalistas ante los que Sánchez asiente y “toma notas”, según contó ayer Torra. Los separatistas temen que su destape antidemocrático del pasado otoño se salde con la quiebra del consenso según el cual a más autogobierno se desea más demócrata se es, entre otros cuantos. Y, visto lo visto, Sánchez no es un mal aliado en esa tarea.
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