Desde que Vladímir Putin lanzó su ofensiva contra Ucrania el pasado 24 de febrero, el listado de países que han anunciado sanciones económicas contra Rusia, y su élite dirigente, no ha dejado de aumentar.
Según la base de datos de sanciones internacionales, Castellum.ai, a las 2.754 sanciones que ya arrastraba Rusia antes de la guerra (muchas de ellas como respuesta a su anexión de Crimea en 2014), se han sumado 5.314 (dato actualizado a 1 de abril). Unos números que convierten a Rusia en el país más sancionado del mundo.
Las sanciones provienen de la Unión Europea, y países como Japón, Australia, Nueva Zelanda, Taiwán, Suiza, el Reino Unido o Estados Unidos. Van desde la congelación de activos del propio Putin y de los miembros de una lista de oligarcas rusos, junto con la prohibición de circular por el territorio de la Unión Europea, pasando por restricciones comerciales (al comercio de energía, metales, bienes de lujo o tecnología) y financieras (al acceso a los fondos del IFM y el Banco Mundial, o la expulsión de los bancos rusos del sistema Swift) o la revocación del estatus de nación más favorecida. Y otras más "simbólicas" como la expulsión del certamen musical, Eurovisión, o de las competiciones deportivas internacionales.
Las sanciones económicas son una herramienta de política exterior bastante extendida. Suelen aplicarse ante casos de connivencia con bandas terroristas que operan en el exterior, ante la realización de actividades proliferación nuclear, ante violaciones de los Derechos Humanos, la anexión de algún territorio extranjero, el inicio de una guerra o la realización de actividades dirigidas a la desestabilización deliberada de otro país. Y tienen como finalidad generar un cambio en las decisiones políticas de los dirigentes del país al que se dirigen. En el caso de Rusia, se dirigen claramente a detener la agresión contra Ucrania.
Más allá de la obligación moral que tienen las democracias desarrolladas de condenar, aislar y responder de forma contundente ante una agresión como la ordenada por Putin y, sin entrar a valorar si las sanciones económicas son el único o el mejor instrumento disponible para ello, cabe analizar cuál ha sido su efectividad a lo largo de la historia. Es decir, si más allá de los efectos económicos generados en los países objetivo, han modificado en algún sentido las decisiones de política internacional de los dirigentes de estos países.
Aunque los datos disponibles son difíciles de interpretar, pues no existe una forma estándar de medición del éxito, la información disponible y sistematizada por algunos autores nos permite hacernos una idea general de los resultados.
Tal y como se recoge en la Base de Datos de Sanciones Globales creada por varios economistas en la revista de investigación de la Universidad de Drexel (Estados Unidos), Exel Magazine, tras estudiar las sanciones económicas impuestas a más de 190 países de 1950 a 2019, la tasa de éxito de las mismas ha oscilado entre el 30% y el 50%. Estos resultados son coherentes con estudios previos, como el realizado por los profesores Elliot y Hufbauer (1999) del Institute for International Economics, que constataron que las sanciones económicas impuestas durante el siglo XX habían logrado los objetivos perseguidos en, aproximadamente, un 38% de los casos. Nos referimos a casos como el de las sanciones de la Liga (o Sociedad) de las Naciones contra Yugoslavia (1921) o Grecia (1925) o las sanciones de Grecia contra Albania (1994-1995). En cualquier caso, no es muy recomendable extrapolar estas situaciones al caso de Rusia.
Pueden servir de pretexto para reforzar el apoyo a los dirigentes rusos, causantes de la guerra, entre aquellos que identifican al “enemigo exterior” como el culpable de la situación económica
En Rusia, el impacto de las sanciones ya se ha dejado ver en su economía. El rublo ha sufrido una caída sin precedentes de alrededor del 40%. Y aunque por el momento el PIB sólo ha caído un 2%, analistas de la OCDE pronostican una caída que alcance los dos dígitos (que llegue al 10%). Sin embargo, hay que tener mucho ojo con esto, pues las sanciones económicas pueden generar un efecto de rebote. Pueden servir de pretexto para reforzar el apoyo a los dirigentes rusos, causantes de la guerra, entre aquellos que identifican al “enemigo exterior” como el culpable de la situación económica. Aunque muchos rusos se oponen a la agresión a Ucrania, por el momento las sanciones no han sido capaces de erosionar la legitimidad de la invasión en una mayoría de la población suficiente, y el número de ciudadanos que la apoyan no ha parado de crecer (Dickinson, 10 de marzo de 2022). De hecho, tras estudiar centenares de levantamientos populares en diferentes países del mundo, Chenoweth y Stephan (2019) concluyen que cuando el 3,5% de la población se moviliza contra el gobierno de forma pacífica, este cae. En el caso de Rusia requeriría una movilización de 5 millones, una cifra de la que todavía nos encontramos lejos.
Todavía es pronto para analizar si las consecuencias económicas que están teniendo las sanciones pueden erosionar la legitimidad de la invasión rusa a su país vecino. O si pueden provocar que resulte imposible seguir manteniendo una guerra que apenas cuenta con apoyo económico exterior (sobre todo si China decide desoír la petición de Putin). Así que solo nos queda esperar y, mientras tanto, analizar si se han tomado todas las medidas que se podían tomar o si todavía hay margen para aumentar la contundencia de la respuesta exterior a la decisión de Putin, por ejemplo, cortando la compra de gas a Rusia.
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