Lo hemos visto todos cien veces por la tele, por ejemplo en los partidos del fútbol. Los deportistas saltan al campo, por lo general en fila india, y algunos de ellos se persignan o santiguan: hacen, más o menos rápido, la señal de la cruz. Quienes lo vemos interpretamos, con razonables motivos, que con cristianos. Creyentes. Seguramente católicos, pero esto ya es más dudoso porque las variedades del cristianismo han proliferado mucho en las últimas décadas, sobre todo en países que producen excelentes futbolistas.
¿Y qué más? Pues lo razonable es pensar que hacen ese gesto para impetrar la protección divina, que dirían los curas de mi tiempo. Es decir, que le piden a Dios que les ayude. ¿Que les ayude a qué? Pues hay que suponer que a ganar el partido, caramba. O a meter un gol. Algo así.
Ahí empiezan los problemas, porque ¿qué pasa si en el equipo contrario hay dos o tres jugadores que también entran en el césped santiguándose con la misma o parecida devoción? Pedirán al Altísimo lo mismo que los otros, ¿no es verdad? Y en ese caso ¿qué podría hacer Dios? ¿A cuál de los dos equipos ayudará? ¿Cómo elegirá quiénes son los buenos y quiénes los “no tanto”, cómo separará la paja del grano, los escribas de los fariseos, los panes de los peces?
Pero tranquilos. El fútbol, como el balonmano o el Congreso de los Diputados, es un deporte colectivo que se juega en equipo. Los teólogos lo tienen todo previsto, llevan 1.700 años (desde el concilio de Nicea: se cumplen el año que viene) contestando preguntas enojosas como esa. Dios siempre podrá argüir (o los teólogos podrán argüir en su nombre, como es costumbre) que en realidad las santiguaciones son para que gane el mejor, para que el partido sea bonito y se dé un buen espectáculo, para que no haya lesiones, cosas así. Las muestras individuales de fe bien podrían interpretarse como un ramillete de buenos deseos para todos. No hay más que echarle un poco de voluntad, hombre.
Lo hace trazando sobre el pecho el palo horizontal de la cruz de derecha izquierda, no de izquierda a derecha, lo cual es prueba de que su confesión es el cristianismo ortodoxo, muy mayoritario en su país
Pero los problemas se vuelven mucho más pindios cuando el deporte es individual. Ahí no hay tu tía.
Los aficionados al tenis habrán adivinado en quién estoy pensando: el ruso Andréi Rublev, un mozo pelirrojo de 26 años, nacido en Moscú pero que entrena en Valencia, y que es algo así como el doctor Jekyll y Mr. Hyde: fuera de la pista el chaval es pura dulzura, todo bondad y simpatía, pero en cuanto pisa el rectángulo de juego se convierte en una fiera corrupia capaz de destrozar raquetas, de destrozarse él mismo la rodilla a base de raquetazos de odio y de insultar muy burramente a los jueces de línea porque han dado por mala una bola que él consideraba buena. Chilla como un condenado. Alguna vez le han descalificado y le han echado de un torneo por comportarse como un desquiciado. Cuando va perdiendo, naturalmente.
Lo primero que hace siempre este curioso Rublev (que, por cierto, juega muy bien: ahora mismo es el número seis del mundo) cuando sale a la cancha de tenis es santiguarse. No falla nunca. Lo hace trazando sobre el pecho el palo horizontal de la cruz de derecha izquierda, no de izquierda a derecha, lo cual es prueba de que su confesión es el cristianismo ortodoxo, muy mayoritario en su país. Es un chico extremadamente religioso, esto se sabe desde hace mucho y él no lo oculta.
Todo lo contrario, más bien. Sin duda ustedes recordarán una película extraordinaria, una obra maestra dirigida en 1968 por Michael Anderson: Las sandalias del pescador, en la que Anthony Quinn borda uno de los grandes papeles de su vida interpretando a un cardenal ruso, Kiril Lakota, que de pronto es elegido papa. El desfile de modelos pontificios que exhibe el gran Quinn es deslumbrante: unas maravillosas sotanas blancas de fantasía adornadas en el pecho no por un crucifijo más o menos enjoyado, que es lo que han llevado siempre todos los papas, sino por un delirio de medallas, cadenas, pequeños iconos esmaltados y colgantes sacros que casi hermanaban al inolvidable actor con Antonio Gala, que también iba por la vida enjoyado como una Virgen andaluza.
Bien, pues Andréi Rublev hace casi lo mismo. Lleva colgada de cuello una ingente cantidad de amuletos piadosos. A veces los oculta bajo la camiseta. Otras veces no. Si vieron los partidos de este muchacho en el Mutua Madrid Open, el mejor torneo tenístico de España, que acaba de terminar (y que ha ganado precisamente él, Rublev), lo habrán comprobado sin duda. Andréi está pendiente de sus colgantes todo el santo partido, y nunca mejor dicho lo de santo. Cada vez que va a sacar, y también cada vez que se agacha para esperar el saque del rival, el chico se echa la mano al cuello de la camiseta (muy cerrado esta vez) y hace un gesto equívoco. Quien no lo conozca podría pensar que se está secando la humedad de la nariz o de los labios. Pero no. Lo que hace es besar rápida pero devotamente sus medallas.
¿Y para qué, vamos a ver? Pues aquí sí que no hay ninguna duda: para ganar. El punto, el juego, el set o el partido, pero para ganar. Es decir, para que el otro pierda. En el tenis no hay otra forma de ganar. Se trata de provocar los errores del rival.
Y digo yo: ¿qué sucede si el tipo que tiene enfrente también es creyente, aunque no rece tan vehementemente como el ruso? Aún más: ¿qué haría Dios, en el caso –reconozcamos que improbable– de que, ocupado como está en gobernar 200.000 millones de galaxias, se ocupe de un partido de tenis que se juega en Madrid? ¿De parte de cuál de los dos se pondría? Voy más lejos: ¿qué harían ustedes si fuesen Dios? ¿Favorecerían a Rublev, denodadamente entregado al besuqueo sacro, o preferirían al otro, que a lo mejor se limita a rezar en silencio?
Lo que cuenta es lo que Rublev crea; la convicción personal (que nunca puede ser certeza) de que Dios, o la Virgen de Vladímir (patrona de Moscú), o los santos Cirilo y Metodio, evangelizadores de Rusia, están de su parte
Mi reflexión es sencilla: da lo mismo. Pudiera parecer que Dios favorece últimamente al apasionado Rublev, porque en Madrid derrotó uno tras otro al argentino Bagnis, al malagueño Alejandro Davidovich, al holandés Griekspoor, al brillantísimo Carlos Alcaraz (este fue, sin duda, el mejor partido que ha jugado Rublev en toda su vida, y el murcianito acabó lesionado), al norteamericano Fritz y, en la final, al canadiense Felix Auger-Aliassime. Da la sensación de que el constante chuperreteo piadoso de las medallas tiene su utilidad.
Y la tiene. Pero yo no me atrevería a decir que por influencia de la bondad o de la preferencia divina. Eso, en el caso de que exista, da lo mismo. Lo que cuenta es lo que Rublev crea; la convicción personal (que nunca puede ser certeza) de que Dios, o la Virgen de Vladímir (patrona de Moscú), o los santos Cirilo y Metodio, evangelizadores de Rusia, están de su parte, dirigen la bola hacia el lugar correcto y provocan que la pelota del contrario bote fuera: alabado sea el Señor.
Son costumbres, rutinas; lo mismo que cuando Rafa Nadal, antes de sacar, hace esos jeribeques tan curiosos con los dedos, la nariz y la parte de arriba de las orejas. Manías. No parece probable que el Creador, si es que anda por ahí, con el trabajazo que tienen en Gaza y en Ucrania y con el descongelamiento del permafrost, se esté ocupando del tenis. Pero lo importante, y lo eficaz, es que Rublev cree que sí, y eso le hace jugar mejor. Que, al final, es de lo que se trata.
Además, el ruso es teológicamente impecable. Cuando gana, se hincha a besar sus medallas, como gesto de gratitud al Altísimo. Pero cuando pierde, con la mala leche que tiene, lo que hace es volverse hacia su equipo (que está sentadito en la grada) y ponerles a todos de vuelta y media, con gritos y aspavientos y gestos iracundos, como si los que estuviesen jugando fuesen ellos. Así que el Bien viene siempre del cielo. Y el Mal es culpa del кретин del entrenador, que es un бесполезный y un глупый.
Dios, entre las urnas
Todo esto, ahora que lo pienso, se parece bastante a lo que a mí me decían de pequeño que no había que hacer: tomar el nombre de Dios en vano. Pero cualquiera le dice nada a Andréi Rublev, con el carácter que tiene. Todo lo más se le podría sugerir que tenga cuidado con el material con que están fabricados sus amuletos: Beethoven se fue a la tumba por una intoxicación por plomo, que era de lo que estaba hecha la vajilla que usaba a diario. Pues esto puede ser peor…
Hoy votan los catalanes. Queda la esperanza de que ni los candidatos ni los electores pongan demasiadas esperanzas de triunfo en la intervención divina. Esto no es el tenis y está bastante claro que eso no funciona. Pobre Dios, ahora que lo pienso: no tiene bastante dolor de cabeza con los exigentes besuqueos de Rublev y tiene que ocuparse de las oraciones de los santiguadores que le rezan para que, en las urnas, pierdan los demás. Vaya trabajo desagradable…
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