Santos Cerdán León nació el 4 de mayo de 1969 en un pueblecito del sur de Navarra que se llama Milagro, lo cual le ha hecho objeto de “ingeniosas” bromas (a las que está acostumbrado) durante buena parte de su vida. Su familia era modesta y de tradición izquierdista, al menos por parte de su padre: tanto este como su abuelo fueron conocidos militantes socialistas, siempre el en pueblo. Su pedigrí, por tanto, es el de un socialista clásico, de los de toda la vida.
Su formación es escasa. Estudió Formación Profesional y logró hacerse técnico en electrónica. Ha sido empleado en algunas empresas de alimentación. No es un hombre brillante, nunca lo fue. Ni un líder. No es de los que toman decisiones; más bien es de los que se esfuerzan en ejecutar las decisiones que otros toman. Eso sí: tuvo siempre la facultad de poder hablar con todo el mundo sin ponerse nervioso, recelar o hacer que otros recelen. Es hombre de pocos odios pero, eso sí, muy fieles.
Como su padre y su abuelo, Santi (así le llaman muchos de quienes le conocen) se afilió al PSOE, pero su militancia no fue un arrebato juvenil: ya andaba por los treinta años. No tardaron en elegirle concejal. Más tarde lo metieron en la Ejecutiva regional del partido y algo después, en 2014, fue diputado en el Parlamento autonómico. Los primeros de aquellos años fueron difíciles en el norte de España y Santos Cerdán tuvo que acostumbrarse a llevar escolta y a mirar rutinariamente debajo del coche. Eso duró más de una década. Pero, como tantas gentes de su tierra, tenía amigos, conocidos o saludados en muy diferentes rincones ideológicos o políticos; donde menos, en la parte derecha de la tabla. Pero con bastantes excepciones, como Javier Esparza, de UPN.
Cerdán, un hombre poco llamativo y que se pone nervioso si tiene que hablar en público, parecía destinado a quedarse en el PSOE de Navarra, cuya federación no tiene demasiado peso en el partido, por pura razón numérica. Le habían elegido secretario de Organización, que es algo que sí sabe hacer bien porque la maquinaria interna del partido en Navarra la conoce como muy pocos. Pero entonces se encontró con un joven madrileño de aspecto decidido, mucho más guapo que él, que formaba parte de los alevines del hoy olvidado Pepe Blanco. Se llamaba Pedro Sánchez.
Cerdán había tenido sus más y sus menos con “Madrid”, esto es, con la dirección del partido. Que Pérez Rubalcaba impidiese que el PSOE navarro tumbase a la presidenta Yolanda Barcina, de UPN, le sentó como un tiro. Estaba ya acostumbrado a la dura forma de funcionar del partido, en donde la lealtad suele ser un defecto y la traición personal, un mérito que sirve para trepar, pero lo que pasó el 1 de octubre de 2016 superó sus peores pesadillas. Ese día, en el Comité Federal del PSOE, Pedro Sánchez vivió sus idus de marzo: como Julio César, fue apuñalado por sus más próximos y obligado a renunciar a la secretaría general del partido. Pero, al contrario que el caudillo romano, no murió políticamente. Al contrario, se empeñó en algo que hasta entonces había sido imposible para todo el mundo: reconquistar el sillón.
Cerdán estaba en Madrid cuando ocurrió aquel drama shakespeariano y se volvió a Navarra, en coche, con su compañera María Chivite, hoy presidenta de Navarra. Viajaron de noche. Llegaron a las cuatro de la mañana. En aquel viaje se selló la fidelidad perruna de Cerdán a Sánchez, algo muy peligroso en un partido en el que las fidelidades son muy tornadizas, pero en este caso el cabreo era tal que no hubo lugar a dudas. En Santi Cerdán había nacido un sanchista irreductible.
Puso su capacidad de organización, que era mucha y muy bien probada, al servicio del líder. Sánchez le encargó una labor típica de la “fontanería” política: la recogida de avales para las primarias del año siguiente, 2017, en las que competían por la secretaría general Susana Díaz, Patxi López y… el muerto, que era él, Sánchez. Susana Díaz estaba convencida de que iba a ganar fácilmente. Pero en esto llegó a la calle de Ferraz Santos Cerdán con un taxi lleno de cajas de cartón: llevaba 57.369 firmas de militantes que avalaban al defenestrado Sánchez. Y este fue quien ganó.
El líder resucitado se dio cuenta de una cosa: aquel navarro feo y un poco bruto había clavado los resultados de las primarias, habilidad que hasta ese momento solo se le conocía a Alfonso Guerra. Le hizo secretario de Coordinación Territorial; es decir, número dos de José Luis Ábalos, secretario de Organización. Este puesto tuvo en otro tiempo gran poder, y fue muy ambicionado porque era la jefatura de las calderas que movían el partido. Ahora ya no es para tanto.
Que Sánchez confiaba en su fontanero favorito estaba fuera de toda duda. En 2019 metió a Santos Cerdán en las listas al Congreso, y el antiguo técnico en electrónica fue elegido diputado. Al año siguiente le hicieron presidente de la Fundación Pablo Iglesias, en la que tanto brilló Alfonso Guerra. Y en 2021, por fin, número tres del PSOE, secretario de Organización. Para ello hubo que decapitar amorosamente a Adriana Lastra y al propio José Luis Ábalos, pero desde cuándo ha sido eso un problema en el partido.
Sánchez aprovechó desde el primer momento las muchas y buenas relaciones personales de Cerdán. Se lleva bien con algunos de UPN. Se lleva todavía mejor con Andoni Ortuzar, presidente del PNV. Lleva mucho tiempo diciendo que ya es hora de “dejarse de complejos” y de apoyarse en EH Bildu para gobernar donde sea menester, porque ETA ya no existe y la vida sigue. Tiene una relación impecable con los secretarios de Organización de las federaciones regionales del PSOE… incluidas las más díscolas, como Castilla-La Mancha: Cerdán se lleva con García Page, muchísimo mejor que el propio Sánchez.
Este hombre que parece pegado a la espalda del presidente del gobierno, quien a día de hoy confía en él; este navarro de quien dicen que “su palabra es ley” en el PSOE (no es para tanto ni mucho menos); este señor cuyo trabajo es desbrozar y limpiar el sitio por el que va a pasar Sánchez (políticamente hablando) y eliminar luego los residuos que el otro pueda dejar, era la persona idónea para “comerse el marrón” de ir a Bruselas a hablar con el fugado Puigdemont, caerle bien y cerrar el acuerdo de investidura con él. Con lo que ni Sánchez ni Cerdán contaban es que a Puigdemont, después de los años de autoexilio en Waterloo, ya no le cae bien nadie. Ni se fía de nadie. Tampoco del confiable y sencillo Santos Cerdán, y mucho menos de Sánchez. La política teatral y gesticulante del fugado está viviendo sus días de gloria. Cuando se escriben estas líneas, la pelota está en el tejado.
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La rémora es un pez marino de la familia de los echeneidos al que muy raramente se ve solo por ahí. Está en todos los océanos del mundo, pero solo, lo que se dice solo, nunca. La rémora puede llegar a medir un metro de largo y tiene una peculiaridad morfológica asombrosa: no tiene aleta dorsal, con lo cual sus habilidades para nadar sola son muy pocas. Pero en la parte superior de la cabeza llevan un “disco de succión”, una especie de ventosa que permite a la rémora adherirse al vientre de otros peces más grandes, como por ejemplo los tiburones. La rémora, por lo tanto, viaja gratis, arrastrada por el escualo. Pero no se trata de siempre parasitismo para ahorrarse el esfuerzo o el abono de transportes marino. La rémora, a cambio del favor del tiburón (que no se la come nunca, ni que fuera tonto) limpia a este de parásitos, llega a cuidar de sus dientes y, en general, elimina los restos que el pez grande, muy voraz, va dejando a su paso, que son muchos. La relación de mutuos favores entre la rémora y el tiburón se llama mutualismo.
Entonces, ¿qué pasa cuando al tiburón lo pescan, lo matan o simplemente se muere? Pues que la rémora, una de dos: o se busca otro tiburón al que servir, cosa difícil, o desaparece. Algo que no le gusta a ninguna rémora, como es comprensible.
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