Hace una semana, el 30 de agosto pasado, fallecía en Moscú Mijaíl Gorbachov, último secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, a los 91 años de edad. Su desaparición ha estado rodeada de una fría distancia impuesta por los dirigentes rusos actuales, con Vladimir Putin a su cabeza. Se le ha negado un funeral de estado, invocando Putin su imposibilidad de presidirlo por razones de trabajo.
Lo cierto es que en occidente, la despedida de Gorbachov ha resultado también distante, pocas crónicas hemos podido leer en prensa sobre lo que significó su figura.
Y sin embargo, es un gigante del siglo XX quien nos ha dejado. Un gigante como probablemente no queden ya en el mundo y ante quien surge la pregunta inevitable de cuántos jóvenes de 30 años en nuestro país conocen, bien que sea a grandes rasgos, su existencia. Pues en efecto, Mijaíl Gorbachov, salido del aparato del Partido Comunista Soviético a mediados de los años 80 del siglo pasado, sustituyendo a un partido y a un régimen –el soviético- esclerotizado, como lo eran sus dirigentes precedentes, ya fueran Breznev, Andropov o Chernenko, logró en un muy corto período de tiempo, apenas media docena de años, desmontar el catastrófico sistema soviético y abrir las puertas de una sociedad en paz y libertad.
Fue, probablemente, el mayor héroe de nuestro tiempo, tras la desaparición, hace ya décadas, de los líderes aliados que condujeron a la victoria en la Segunda Guerra Mundial. Su empeño en transformar el sistema soviético se llevó tanto por delante. Y ello de la mano y en colaboración con líderes occidentales de estricta filiación conservadora; Ronald Reagan, Margaret Thatcher, Bush padre, o Helmut Kohl son algunos de aquellos líderes que tanto colaboraron con él. Contemporáneo también en aquellos años de gobierno del socialista Felipe González, las relaciones entre ambos fueron creciendo en esperanza e ilusión.
La conclusión fue la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989. Y con ello el hundimiento de la Alemania oriental, que daría paso posteriormente a la bellísima revolución de terciopelo de Checoslovaquia
Cómo no recordar el verano de 1989, cuando los alemanes orientales se escapaban de su país a través de Checoslovaquia, para pasar después a Hungría, e ingresar de ahí en el mundo occidental a través de Austria, cuya frontera quedó abierta en agosto de 1989. La conclusión fue la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989. Y con ello el hundimiento de la Alemania oriental, que daría paso posteriormente a la bellísima revolución de terciopelo de Checoslovaquia, encabezada por Vaclav Havel, y en las Navidades de ese año la revolución rumana que derrocó la dictadura cruel de Ceaucescu, para concluir en la reunificación de Alemania. Ese prodigioso año 1989, que supuso el fin del telón de acero que marcó la guerra fría por más de cuarenta años tras el final de la Segunda Guerra Mundial, que dividió Europa en dos bloques incompatibles –el bloque de la libertad y el bloque del comunismo- terminó sin un solo tiro y en paz.
Luego vinieron otros problemas como cuando, en enero de 1991, Gorbachov mandó una columna de tanques a Vilna, capital de Lituania, para sofocar los empeños independentistas de las repúblicas bálticas, causando decenas de muertos y cientos de heridos. Y ya en agosto de 1991, se produjo el golpe de estado contra Gorbachov en Crimea a manos de sus colaboradores más duros e intransigentes. Fracasó ese golpe, Gorbachov volvió a Moscú, pero ya todo se hizo tarde, y apareció Boris Yeltsin, personaje dipsómano a la medida de sus antecesores, para hacer frente al líder. Y así, con la extraordinaria paradoja de que el secretario general del partido comunista puso fuera de la ley a su propio partido, el día de Navidad de 1991, Mijaíl Gorbachov dimitió como Presidente de la Unión Soviética dando por resultado el final de ésta.
La continuación de la historia es conocida. Yeltsin fue sustituido por Putin, autócrata con más de veinte años en el cargo que, tratando de restablecer la Rusia nacionalista y agresiva de tantas veces en la historia, ha emprendido la guerra de Ucrania en suelo europeo, hecho desconocido desde 1945. Y en esa guerra estamos ahora, con una Unión Europea que es el auténtico objetivo estratégico de Vladimir Putin.
Basta recordar los sucesos sangrientos de Tiananmen, en Pekín para comprobar que otros dirigentes comunistas, en esta ocasión del Partido Comunista Chino, optaron por pasar la disidencia a sangre y fuego
Se puede decir que la política de Gorbachov estaba condenada al fracaso, pues la URSS era irreformable por su propia naturaleza. Tampoco es verdad; basta recordar los sucesos sangrientos de Tiananmen, en Pekín, en junio de 1989, para comprobar que otros dirigentes comunistas, en esta ocasión del Partido Comunista Chino, optaron por pasar la disidencia a sangre y fuego. Eran las mismas fechas en que comenzaba aquel verano de esplendor en Europa que terminó con el telón de acero, las dictaduras comunistas en la Europa del este y la división de Alemania.
No. La diferencia está en que Mijaíl Gorbachov creía y defendía los valores comunes de la humanidad y se propuso devolver al mundo soviético eso mismo, una vida normal para sus ciudadanos, de forma que pudieran vivir en libertad. Liberó a los disidentes, abrió la Unión Soviética, sombría y cerrada hasta entonces, publicó una literatura prohibida por décadas en aquel país.
Son los milagros que suceden cuando un ser gris del mando soviético se convierte en un individuo que, para sorpresa de todos, y sin que nada de ello estuviera previsto, cambia el mundo a su paso. Y nos entrega a los seres humanos unas décadas de paz, libertad y progreso. Esas mismas décadas que ahora contemplamos con horror cómo están siendo puestas en peligro por el autócrata Vladimir Putin.
Tengamos memoria y no olvidemos que un gigante nos dejó el pasado 30 de agosto en Moscú.
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