Esto de escribir es, a veces, difícil. Cuando se presenta la melancolía, cuesta. Llevo todo el día pensándolo y nada, no consigo recordar cuándo conocí a Cristóbal. En el coro de León tuvo que ser, digo yo, en el Universitario, que fue cuando aprendimos a volar. Porque antes yo estaba fuera, estudiando en Oviedo; y antes de eso yo era un crío, así que es muy difícil que... He revuelto papeles, he mirado programas de conciertos, partituras, fotos. Pero nada. En fin, que no logro recordar la primera vez que vi a Cristóbal Halffter. Debería dejar este artículo como está y empezar otro de otra cosa. Este no lo quiero escribir.
No recuerdo cuándo lo conocí, pero de lo que sí estoy completamente seguro es que él jamás recordó ninguna de las once veces que me conoció a mí. Once veces. Se dice pronto, ¿eh? Pues once veces fueron, contadas. Las primeras tienen disculpa porque en el coro éramos muchos y cómo se iba a acordar de todos. Pero luego aquel hombre sonriente y de aspecto ensimismado, de pelo gris, que tenía una bondad y una capacidad de amor como yo no he conocido en todos los días de mi vida, empezó a formar parte esencial de nuestro vivir y de nuestro crecer. Cristóbal Halffter era uno de los músicos más importantes del mundo, eso lo sabíamos; estaba en los diccionarios, se le estudiaba en las facultades y conservatorios, le daban premios en todas partes, la gente importante lo trataba con unción. Pero se enamoró de nuestro juvenil e impetuoso coro, y eso nos llevó a dimensiones desconocidas.
La primera vez que nos dirigió
El día en que cantamos, en el Palacio de Congresos de Madrid, una de sus obras maestras, el Gaudium et Spes - Beúnza, con Pepe Beúnza (el primer objetor de conciencia político que hubo en España) allí delante… ese día nos cambió la vida. Solo a medias conscientes de lo que acabábamos de hacer, terminamos cenando todos, eufóricos, en el hotel Metropol, y aquello fue también inolvidable porque ver al egregio Cristóbal algo piripi era maravilloso. Cuando lo repetimos en la catedral de León, ahí está el vídeo, qué niños y qué guapos éramos. Cuando en Cuenca, con Cristóbal y en buena medida gracias a Cristóbal, nos clasificamos para el certamen Europa cantat de Estrasburgo y el coro viajó por primera vez al extranjero: aquello sí que fue un delirio, fue la primera vez que nos dirigió. Cuando fuimos todos en conspiración a su castillo (vivía en un castillo de ensueño en un pueblo también mágico, Villafranca del Bierzo), el día de su cumpleaños, a cantarle Eres como la nieve, una piececita suya a la que él tenía un poco de tirria porque era demasiado juvenil, demasiado sencilla, y aquel día le vimos llorar…
Cuando se presentó (pero esto fue antes) a las elecciones de 1977, al Senado por León, porque aquellos eran los tiempos en que muchos humanistas, escritores y catedráticos, intelectuales de primer nivel como Cristóbal, se ponían ayudar en política para construir un país grande, moderno y civilizado. No salió elegido por muy poco y yo, viendo la pelea de perros mediocres en que se ha convertido la política española, creo que menos mal.
Cuando llegó estábamos allí todos (nos dirigía Cristóbal, cómo no) y rompimos a cantar, y Samuel se dobló, literalmente, por la mitad, y casi no sobrevive a la emoción
Cuando se empeñó en poner en pie una obra descomunal como el Festival Internacional de Órgano Catedral de León (él dirigía el Curso de Composición de Villafranca), y ahí se unió a Samuel Rubio, a Adolfo Gutiérrez Viejo, a mi hermano Óscar, a Marta, a Fernando y a muy pocos más, y el Festival duró bastante más de treinta años y se convirtió en el acontecimiento musical más importante de Castilla y León, hasta que lo mataron las envidias y las medianías y algunos canónigos. Cuando Samuel cumplió el medio siglo y lo engañamos para que fuese, de noche, al comedor de la Universidad, que estaba a oscuras; y cuando llegó estábamos allí todos (nos dirigía Cristóbal, cómo no) y rompimos a cantar, y Samuel se dobló, literalmente, por la mitad, y casi no sobrevive a la emoción.
Aquella noche mágica fui yo quien llevó a Cristóbal y a su mujer, Marita, en mi coche hasta el campus. Y, como todas las demás veces, al verme me lo volvió a preguntar: “Tú y yo nos hemos visto ya antes, ¿verdad?”. Y ya tronaban las carcajadas porque nos habíamos visto decenas de veces, bien lo sabíamos todos, pero aquel hombre prodigioso, de una brillantez y de una claridad mental únicas, para estas cosas (o al menos para mí) tenía una memoria de pez.
Y allí nos sentamos, el uno al lado del otro, con la descomunal partitura abierta sobre nuestras cuatro rodillas, leyendo y escuchando la grabación previa
Me lo volvió a decir, cómo no, cuando se preparaba el estreno, en el Teatro Real, de la que para mí es su mejor obra: la ópera Don Quijote. Fui a entrevistarlo. Al llegar a su casa de la calle de la Bola, en Madrid, se me quedó mirando con la misma cara de siempre. Yo no esperé a la pregunta: “Cristóbal, soy el hermano de Óscar, el cuñado de Marta Martínez…”. Y él, tan amable: “Aaah, sí, hombre; si ya decía yo que seguro que nos habíamos visto antes…”. Y allí nos sentamos, el uno al lado del otro, con la descomunal partitura abierta sobre nuestras cuatro rodillas, leyendo y escuchando la grabación previa. De más está decir que, el día del estreno, el Teatro Real se venía abajo.
Estaría horas hilando anécdotas y recuerdos en este artículo que no quiero escribir, porque se ha muerto Cristóbal Halffter y eso es demasiado para lo que uno puede soportar ahora. Tenía 91 años. Estaba pequeño, delgado, frágil y quebradizo como si fuese de cristal. Pero su cabeza seguía perfectamente clara y siguió trabajando hasta el último aliento. Había sobrevivido a enfermedades muy serias, a un ictus ante el que los médicos dijeron que se quedaría como una planta. No fue así. No lo conocían. Cristóbal se impuso una disciplina prusiana, la de siempre, y volvió a hablar, volvió a caminar, volvió a trabajar en aquellas inmensas partituras de papel vegetal en las que él, con una paciencia inacabable, escribía notas con rotring y corregía con una cuchilla, una por una, página tras página. Había sobrevivido también, y quizá esto fue lo más difícil, a la muerte de Marita, su esposa durante 61 años.
Me dice mi padre que en el camposanto de Villafranca, donde fue enterrado Cristóbal hace unos días, no cabían las flores ni las coronas. Quiero decir que literalmente no cabían, no había espacio bastante donde ponerlas. Y que mi hermano Óscar y el compositor José María Sánchez Verdú, que estaban allí, dijeron: “Cristóbal: hay que repartir”. Y se pusieron a colocar las coronas sobre las demás sepulturas, sobre todo en las más humildes y olvidadas, y el cementerio entero se llenó con las flores de Cristóbal. A él, sin duda, le habría hecho feliz la idea. Habría sonreído, como sonrío yo ahora cuando por fin acabo este artículo que no quería escribir, porque se ha ido Cristóbal Halffter y eso es demasiado triste, demasiado grande; es como si se hubiese muerto Johann Sebastian Bach.