No se sabe bien cómo hemos llegado hasta aquí, pero España padece un altísimo nivel de polarización y sectarismo. Convertidos en fans incondicionales del partido político de turno, una gran parte de los españoles mira la realidad a través de unos cristales coloreados. Lejos de reprochar los errores del propio equipo, el español medio se dedica por sistema a vapulear al contrario, sin importarle un ápice si hay o no razones para ello.
Ese clima es el que propició hace unos días un hecho muy simbólico: la inauguración en Madrid de un hospital para emergencias sanitarias. Como ya es sabido, los partidos de izquierda decidieron boicotear el acto al considerar esa infraestructura innecesaria, y sus fieles se dedicaron durante toda la semana a criticar por tierra, mar y aire el nuevo centro. Paradojas de la vida: los que sistemáticamente alardean de ser los mayores defensores de la sanidad pública, de repente se enojan por la construcción de ¡un hospital! Su argumento es que ha costado cien millones de euros y que eso es un despilfarro intolerable con el que alguien se está forrando injustamente.
Corrupción
Pero, si de verdad a los críticos del hospital Isabel Zendal les preocupase el dinero público gastado en sanidad, el derroche y la corrupción, habrían puesto el grito en el cielo con los numerosos artículos publicados por 'Vozpópuli' denunciando la adjudicación a dedo por parte del Gobierno de millones de euros a empresas de dudosa experiencia en el sector sanitario para que trajesen a España mascarillas durante la primavera. Hay dos casos especialmente sangrantes: por un lado, una empresa minúscula radicada en un pisito de Zaragoza y convertida por obra y gracia de José Luis Ábalos en uno de los proveedores más importantes del Gobierno y, por otro, una desconocida sociedad constituida en Hong Kong hace apenas unos meses que en cuanto ha cobrado la pasta del Ejecutivo ha empezado a desmontar el chiringuito.
Pero no, aquí en realidad a nadie le preocupa el uso del dinero público ni la posible corrupción. Lo que interesa más bien es criticar al contrario, haya o no motivos. Si uno se considera de izquierdas, debe sacudir sin piedad todo lo que tenga que ver con Isabel Díaz Ayuso, nueva bestia negra del progresismo español. Y, por supuesto, lo mismo hay que hacer desde el equipo contrario: cualquier derechista que se precie debe descalificar sin piedad toda acción del Gobierno de Pedro Sánchez.
El sectarismo ha llegado a tal punto que, como contaba el sábado Alejandra Olcese en este periódico, los españoles más partidarios de ponerse la vacuna frente a la covid son, curiosamente, los más cercanos al Gobierno. Son datos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), que ya en pleno confinamiento demostró que una mayoría de españoles ha decidido subarrendar su pensamiento a los políticos: en la encuesta de primavera los de izquierdas eran partidarios de seguir enclaustrados cuanto más tiempo mejor, mientras los de derechas preferían acabar cuanto antes con las restricciones. Si el Gobierno hubiera sido del PP, ¿alguien duda de que las respuestas hubieran sido exactamente las opuestas?
El actor y el pianista
El nivel de crispación es tan elevado que hasta una mierda de anuncio televisivo se ha convertido en agrio motivo de discusión en redes sociales durante los últimos días. Rojos y azules han pedido el boicot a una marca de embutidos porque se han sentido ofendidos por la presencia en el spot de un actor supuestamente de derechas y de un pianista británico teóricamente de izquierdas. Todo lo miramos con ojos viciados, hemos conseguido politizar hasta la marca del salchichón que nos comemos.
Es verdad que parecidos niveles de polarización se están viendo en otros países del planeta, como por ejemplo Estados Unidos, pero sigue habiendo una diferencia sustancial que hace de España un sitio especialmente curioso en esto del sectarismo: debe ser el único país del mundo donde la bandera sigue siendo motivo de agria disputa, como se vio este fin de semana. Pintar una bandera de España en la boca de metro de la Plaza de España de la capital de España ha provocado un enfrentamiento entre partidarios y detractores... hasta el punto de que un grupo de gilipuertas se ha dedicado a tapar los nuevos carteles.
El ministro y su bulo
Y el ejemplo más reciente de todo esto lo vimos este mismo domingo, cuando el ministro de Transportes se permitió el lujo de acusar al Partido Popular de haberse abstenido en el referéndum de la Constitución de 1978, cuando precisamente el líder de esa formación por aquel entonces, Manuel Fraga, fue uno de los ponentes del texto y defendió su aprobación. El bulo, que no es la primera vez que circula, se extendió en redes como la pólvora, e incluso fue retuiteado por la cuenta oficial del PSOE... hasta que a las cuatro horas Ábalos, sin pedir perdón por ello, eliminó su mensaje original.
Lo grave de Ábalos no es su intento de reescribir la historia, sino la vileza con la que aprovecha la Constitución para, en vez de poner en valor el consenso que la alumbró, meter el dedo en el ojo del rival
Lo preocupante del tuit de Ábalos no es tanto su intento de reescribir la historia, sino la vileza con la que aprovecha un día tan solemne como el de la Constitución para, en vez de poner en valor el consenso y la concordia que permitieron alumbrar aquel texto hace 42 años, meter el dedo en el ojo del rival político buscando la confrontación. Eso es dar carnaza a las fieras, alimentar a los talibanes, fomentar el odio. Justo lo contrario de lo que debería hacer un responsable político.
Definitivamente, algo grave nos pasa, y es de difícil solución. Por el número de infectados, se podría decir sin temor a equivocarse que estamos ante la enfermedad más extendida hoy día entre los españoles. La covid mata a miles, sí, pero el sectarismo tiene secuestradas las mentes de millones... y eso tendrá consecuencias incalculables en un futuro no tan lejano.
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