El presidente del Gobierno nos sorprendió hace una semana en una entrevista televisiva en La Sexta, con la noticia de que se iba a modificar el delito de sedición bajo el argumento de que el mismo se viene arrastrando desde el Código Penal de 1822 y, además, con el objetivo de homologarlo a los estándares de las democracias más avanzadas de Europa, entre las que citó reiteradamente a Alemania, Francia, Bélgica e Italia.
Imagino que un telespectador bienintencionado se sentiría francamente sorprendido de que el Código Penal de 1822 siguiera en vigor de manera que el delito de sedición se castigara igual que hace 200 años. Claro, lo que sucede es que ninguna de las afirmaciones del Presidente del Gobierno responden a la realidad. El Código Penal de 1822 se derogó en 1823, incluso hay autores que llegaron a afirmar que en ese tan corto en el tiempo el Código Penal nunca llegó a entrar siquiera en vigor.
Es más sencillo, se debería recordar que nuestro Código Penal vigente es más de 170 años posterior a ese malhadado Código Penal de 1822, concretamente de 1995, en plenitud democrática, en que se aprobó el actual Código Penal.
Zanjado así que la afirmación de que el delito de sedición viene del Código Penal de 1822 es una supina nadería, no está de más hacer referencia a la manifestación en punto a que se trata de su reforma para ajustarlo a los estándares vigentes en Alemania, Francia, Bélgica e Italia. Aunque cierto que ni en esa entrevista televisiva ni en ninguna otra nadie ha explicado nunca cuáles son los estándares vigentes en esos cuatro países de la Unión.
En todo caso, esa afirmación tampoco responde a la realidad. Ya lo zanjó el informe de indulto de la Sala Penal del Tribunal Supremo, de 26 de mayo de 2021, tribunal sentenciador por la asonada de 1 de octubre de 2017, en que figura: “La crítica al exceso punitivo del delito de sedición castigado en el art. 544 del CP –precepto redactado por el legislador democrático en la reforma de 1995, pese a que algunos peticionarios sitúan su redacción en el sigo XIX– no puede ser el resultado de la comparación semántica de esa figura con tipos penales vigentes en sistemas extranjeros.
Pero al margen del nomen iuris específico con el que cada Estado criminaliza hechos de similar naturaleza a los que esta Sala declaró probados en su sentencia 459/219, 14 de octubre, su carácter delictivo es incuestionable en los países de nuestro entorno.
En Alemania el art. 81 –integrado en el título 2 de Strafgesetzbuch StGBm, entre los delitos de alta traición–, castiga con pena de prisión perpetua o de prisión de al menos 10 años al que con fuerza o amenaza de fuerza emprenda acción para: a) socavar la existencia continuada de la República Federal de Alemania; o b) para cambiar el orden constitucional basado en la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania.
En Francia los arts. 410.1, 412.3 y 412.4 del Código Penal castigan con penas de especial gravedad –que pueden llegar a cadena perpetua para los dirigentes del movimiento insurreccional– los ataques a los intereses fundamentales de la nación, entendiendo por tal su independencia, la integridad de su territorio, su seguridad y la forma republicana de sus instituciones.
En Italia el art. 241 del Código Penal sanciona con una pena privativa de libertad no inferior a 12 años los ataques violentos contra la integridad, independencia o unidad del Estado.
En Bélgica el atentado que tenga por objeto destruir o cambiar la forma de Gobierno o el orden de sucesión al trono se castiga con pena de 20 a 30 años, imponiendo la misma pena al delito consumado y al intentado”.
Es decir, nos encontramos con que en los países citados se castiga con penas que incluso van a la prisión perpetua cuando los ataques tienden a cambiar el orden constitucional o la integridad de su territorio; justo lo que pretendió el movimiento golpista catalán de 1 de octubre de 2017.
Que se emprenda la reforma del delito de sedición sin recabar ningún informe previo ni del Consejo General del Poder Judicial ni del Consejo de Estado
Pero hay más realidades que nos deberían llamar la atención. La primera, por ejemplo, que se emprenda la reforma del delito de sedición sin recabar ningún informe previo ni del Consejo General del Poder Judicial ni del Consejo de Estado. Parece asombroso que el gobierno renuncie a reclamar esos informes que además resultan ser no vinculantes. Un mínimo de seguridad jurídica debería exigir que se solicitaran dichos informes.
Más grave es el segundo motivo de nuestra llamada de atención: nos encontramos con una pretendida reforma del Código Penal a la carta pues todos sabemos que esa reforma tiene por únicos y exclusivos destinatarios a los golpistas del 1 de octubre de 2017 en Cataluña. En definitiva, como ya manifestó el Sr. Aragonès, se trata de “desjudicializar”. O, dicho con más precisión, despenalizar. Y cuando una reforma del Código Penal se realiza para resolver la situación de unas cuantas personas ajenas a la inmensa mayoría de la población, por definición esa reforma legal es necesariamente arbitraria, pues únicamente busca satisfacer a un conjunto reducido de personas olvidando la finalidad universal con la que nace en democracia un Código Penal.
Fuga de empresas de Cataluña
Tampoco responde a la realidad la afirmación del presidente de que nos hallamos en relación a Cataluña mucho mejor que en el año 2017. Miles de empresas que marcharon de Cataluña, inversiones multimillonarias que se perdieron, pérdida del liderazgo de la economía española, crecimiento de la inseguridad ciudadana en Barcelona son expresiones, una tras otra, del declive de Cataluña, de manera que es insostenible pretender que esa región está mejor que en 2017.
Es todo mucho más sencillo: cuando aquellos golpistas insisten machaconamente en que lo volverán a hacer, lo seguro es que esta supresión del delito de sedición no será sino una nueva claudicación de nuestro estado de derecho y de la fortaleza del estado a la hora de perseguir asonadas golpistas. Es la consecuencia, y no hay más, de la alianza del Gobierno con lo peor de cada casa, y en este caso con ERC. Todo ello al servicio del apaciguamiento a gente insaciable que darán todo por insuficiente. Mal negocio para el Gobierno, pésimo negocio para todos los españoles y sus instituciones democráticas.
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