Cuatro meses después de los episodios del 6 y 7 de septiembre en los que el secesionismo decidió, contra toda conseja, desafiar la Constitución, y tres meses después de la aplicación del 155, volvemos al punto de partida, regresamos a la casilla de salida. Hay unos tipos en la cárcel y un botarate huido, pero aquí paz y después gloria. Ante un Gobierno que parece incapaz de defender al Estado, los golpistas vuelven a dominar las instituciones catalanas, se acaban de hacer con el control de la mesa del Parlament, y se han conjurado para reelegir por vía telemática como presidente de la Generalitat al golpista jefe huido. Un bochornoso déjà vu. La nazionalpolitik secesionista vuelve a dominar la escena con su atosigante juego de espejos en el callejón del desvarío patrio. Vuelven a tener la iniciativa, vuelven a amenazarnos con otra ronda de años de algarabía supremacista. Y uno no sabe si admirarse más del desparpajo de los rebeldes, del fracaso del 155 dilapidado, o de la patológica cobardía de un Mariano escondido tras las faldas de los jueces. En lugar de tener a los golpistas acochinados, es él quien se humilla asustado ante lo que puedan hacer los golpistas. Nos humilla a todos.
Cuatro años de nuevo con el nacionalismo cual martillo pilón, y una sensación de cansancio, de hartazgo, de indignación también, recorre las cuatro esquinas de un país que se consume entre la iniquidad y la rabia, entre la impotencia y la furia, convencido de sufrir las consecuencias de no haber reprimido la rebelión como la importancia del delito exigía, no haber destruido, 155 en mano, la cabeza de la serpiente. Es evidente que los golpistas no van a cejar en su empeño, el alacrán no puede renunciar a su condición, y es seguro que habrá Gobierno independentista, porque en modo alguno pueden permitirse renunciar al manejo del aparato autonómico y sus sinecuras, al Estadito clientelar que alimenta cientos de miles de bocas, como es igualmente seguro que aprovecharán este tiempo nuevo para, ante la acreditada indolencia rajoyesca, seguir horadando los lazos afectivos y emocionales que todavía unen a Cataluña con el resto de España mediante lo que es su especialidad: cuidar con pasión la viña del odio al discrepante a través de la enseñanza, los medios de comunicación y las televisiones que controlan, empeñados todos en segar la convivencia, afianzar la división y ensanchar la base independentista.
El espectáculo ofrecido por el ministro Zoido el jueves en el Senado, en su intento de defender la actuación de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado el 1 de octubre en Barcelona, es claramente definitorio del estado de enajenación legal en la que vive instalado un Gobierno que no se hace respetar"
“El Gobierno no sabe qué hacer para evitar la elección de Puigdemont”, decía el jueves noche un diario nacional en su edición de internet. Por increíble que parezca, es exactamente así: el Gobierno sigue sin saber qué hacer en Cataluña con el Movimiento Nacional catalán. Rajoy, Soraya y su ejército de listísimos Abogados del Estado, con todos los servicios de información, incluido el CNI, a su servicio, siguen a remolque, con la lengua fuera, corriendo cual pollo sin cabeza tras una iniciativa que sigue perteneciendo al independentismo. Como en septiembre del año pasado. Como desde septiembre de 2012. Rajoy no ve el momento de olvidarse de Cataluña. Para este Gobierno de mansos seguir aplicando el 155 es un marrón, un envite que les impide dormir, y un campo sembrado de minas judiciales del que aspiran a salir cuanto antes. Sus mensajes al universo indepe son constantes: ustedes quieren recuperar el control de sus instituciones y yo estoy deseando devolvérselo, pero, para poder salir del trance sin que me apedreen, necesito que nombren un presidente que resida en Cataluña, que no esté imputado y que, a ser posible, esté dispuesto a renunciar a la vía unilateral, y entonces yo me largo de inmediato. Sueña Mariano con dar carpetazo al tema catalán. Reza Mariano para que los secesionistas tengan a bien volver al mundo consuetudinario del insulto, el agravio falsario y la desobediencia a las instituciones. Eso ya le va bien. Eso es para él la “normalidad”.
En realidad, no solo no saben qué hacer, sino que se avergüenzan de lo poco que han hecho. El espectáculo ofrecido por el ministro Zoido el jueves en el Senado, en su intento de defender la actuación de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado el 1 de octubre en Barcelona, es claramente definitorio del estado de enajenación legal en la que vive instalado un Gobierno que no se hace respetar, que ha perdido los papeles. Tras soportar el zafio y mendaz alegato de los golpistas y sus 1.066 heridos, ni uno más ni uno menos, el ministro sevillano incursionó en disculpas gaseosas en lugar de responder con la bofetada dialéctica que merecían quienes desafiaron la ley y la autoridad del Estado. Los delincuentes, al ataque, mientras el Estado y sus servidores se baten en retirada. Con tan esforzado y magnífico espíritu, es fácil imaginar lo que terminará ocurriendo en Cataluña a la vuelta de unos años. Parodiando a Menéndez Pidal en el arranque de su famoso estudio: Quid est quod fuit? Ipsum quod futurum est; lo que sucedió no es sino lo mismo que sucederá.
Del PP de Aznar no quedan ni las raspas
Ni una brizna de hierba fresca. El duro alegato de Rodrigo Rato ante la Comisión del Congreso que investiga (es un decir) el rescate financiero (“El PP me quiere meter en la cárcel”, dijo el soberbio asturiano y dijo bien, aunque en realidad querían haberlo enchironado el 22 de diciembre, de modo que el sermón del martes 9 fue el último ¡Hurra! del bergante dispuesto a despedirse de amigos y familiares antes de desfilar caminito de Jerez) ha venido a poner de manifiesto que del PP de José María Aznar no quedan ni las raspas. Aquel centro derecha liberal conservador imbuido de un cierto espíritu reformista, se ha convertido en un partido de derecha-derecha obsesionado por el ejercicio del poder, pegado al poder como una lapa, cerrado a cualquier veleidad ideológica, balsa de piedra a la deriva que ha roto amarras con Aznar, con Rato, con Cascos, con Aguirre, con todos los que significaron algo en la derecha española de Fraga a esta parte, la empresa privada de un registrador empeñado en un viaje a ninguna parte, inmovilismo perfecto, y cuyo interés por un proyecto de España a 30/40 años vista es cero patatero, porque no hay ánimo, ni cultura, ni ilusión, ni patriotismo, ni raíces profundas capaces de hacer brotar algo de sabia nueva del olmo seco hendido por el rayo de tanta imperial desidia. Es el “Sin pulso” que Francisco Silvela escribiera un ya lejano 16 de agosto de 1898 tras el desastre de Cuba.
Imposible contar con esta derecha –obsesionada, ahora, por zurrarle la badana a Ciudadanos, el partido que le ha robado la bandera de la ilusión- para edificar un proyecto fiable de futuro. Pensar que Mariano, Soraya et alii van a ser capaces de construir un relato para Cataluña y sobre todo, tomar alguna medida seria, consistente, eficaz en el tiempo, para contrarrestar la labor de demolición de la unidad de España emprendida por el nacionalismo, es una pura ensoñación. Se vio claro ya en 2004, cuando tras la derrota electoral que siguió a la tragedia del 11-M, Rajoy renunció a regenerar el partido que había heredado, como muy bien apunta Tom Burns (“Entre el ruido y la furia: el fracaso del bipartidismo en España” Galaxia Gutenberg): “Fue una vuelta al `lejos de nosotros la funesta idea de pensar´ que decían los integristas del siglo XIX. Nombrado por Aznar líder del centroderecha y candidato del PP, Rajoy no mostró interés alguno por desarrollar la agenda liberal, modernizadora e internacionalista de su antecesor (…) El inmovilismo es tan desestabilizador para un partido parlamentario como lo es el aventurerismo”. De aquel reformismo liberal-conservador no queda nada.
Este PP se ha convertido en un peso muerto, un obstáculo que amenaza tan seriamente el futuro español como los nacionalismos periféricos. Una especie de sonámbulo que pretende seguir caminando a oscuras y sin brújula, anteponiendo sus intereses particulares a los generales del país. Un mediocre en su camino de perdición (“Este hombre de casino provinciano/ que vio a Carancha recibir un día,/ tiene mustia la tez, el pelo cano,/ ojos velados por melancolía;/ bajo el bigote gris, labios de hastío,/ y una triste expresión, que no es tristeza,/ sino algo más y menos: el vacío/ del mundo en la oquedad de su cabeza”). Este es, muy a grandes rasgos, el horizonte político que nos espera hasta las próximas generales. ¿Tres años uncidos al yugo del secesionismo catalán, apiñados en la yunta que conduce el gran indolente? Queda la resignación. Incluso la indignación. Tal vez la esperanza de que esa ciudadanía que supo movilizarse en todo el país contra el rodillo nacional-socialista catalán sea capaz de echarse de nuevo a la calle, dispuesta ahora a desalojar de su madriguera a nuestro particular “gatazo castrado y satisfecho de mirada tontiastuta” (Sánchez Ferlosio a Felipe González en un ya lejano 1985) y enviarlo a su casa. ¿Qué teme Mariano?
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