Hay dos clases de países en la Unión Europea: los pequeños y los que aún no saben que lo son. Los que adolecen de esta ignorancia sienten con frecuencia la tentación de volver a las glorias pasadas sin darse cuenta de que aquel mundo ya no existe, merced a la globalización.
El Reino Unido se embarcó en ese sueño el 23 de junio de 2016. A sus electores, teóricamente de los más formados en los usos democráticos, les vendieron que saliéndose de la UE recuperarían la soberanía perdida, ingresarían no menos de 350 millones de libras esterlinas semanales para destinarlos a la sanidad en vez de que vayan a parar a “los burócratas de Bruselas”, controlarían de nuevo sus fronteras para cerrar el paso a los millones de emigrantes europeos que “ocupan otros tantos millones de empleos británicos” y, en fin, que el país volvería a ser la Arcadia feliz tristemente perdida.
Casi un 52% de los ciudadanos británicos se creyeron aquella propaganda, en la que los principales promotores del Brexit no escatimaron esfuerzos ni dinero para convencerlos. Hace apenas tres meses Christophe Wylie, un canadiense de 28 años, cofundador de Cambridge Analytica, la compañía que accedió a millones de usuarios de Facebook, reveló que su empresa difundió masiva y deliberadamente información falsa (fake news), que contribuyó al resultado de aquel referéndum. Cambridge Analytica ha tenido que cerrar y esfumarse, como han hecho los principales impulsores de aquella campaña.
Transcurridos dos años de la consulta, y a ocho meses de que se consume el divorcio, el Reino Unido se encuentra ante su mayor crisis desde la pérdida material de sus colonias. Boris Johnson, el extravagante ministro de Asuntos Exteriores, escribía en su carta de dimisión que el sueño del Brexit “se muere, sofocado por una baja autoestima innecesaria”.
Las dimisiones de Johnson y Davis demuestran la imposibilidad de realizar las falsas promesas con que convencieron a una escasa mayoría de votantes
Su dimisión, al igual que la del jefe negociador de la salida de la UE, David Davis, es el reconocimiento no solo de la falta de sintonía con el último plan de salida que la primera ministra Teresa May quiere presentar a Bruselas, sino también del fracaso e imposibilidad de realizar las falsas promesas con que convencieron a una escasa mayoría de votantes.
A pesar de que May reaccionara con rapidez y sustituyera en pocas horas a los dimisionarios -Jeremy Hunt, en Exteriores, y Dominic Raab al frente de la negociación con la UE-, en Bruselas no cotizan al alza, ni mucho menos, las posibilidades de que May aguante al frente del Gobierno británico hasta el final de una negociación que ya sufre un considerable retraso.
Jugar con fuego o escarmentar en cabeza ajena
Para los 27 miembros restantes de la UE, la irresponsabilidad de David Cameron de convocar aquel referéndum y el posterior triunfo de los partidarios de salirse, ha provocado un inesperado y bienvenido efecto federalizante. A los que tonteaban con parecidas soflamas sobre la supuesta recuperación de la soberanía, la experiencia de lo que está sucediendo en el Reino Unido les está demostrando seguramente lo peligroso de llevarlo a efecto.
Habrán podido comprobar, como ya lo han hecho Davis y Johnson, que del inicial Brexit duro, o sea la ruptura total con la UE y además sin pagar una libra, se ha pasado al último proyecto de May, consensuado supuestamente con todos sus ministros en un “sangriento” fin de semana en la residencia campestre de Chequers. Un proyecto, tildado de Brexit blando por los “halcones” de su propio Partido Conservador, pero que tampoco podría ser aceptado por Bruselas, aun cuando se acepte en él la jurisdicción comunitaria en los sectores industrial y agrícola. Ese proyecto de zona de libre cambio futura con la UE sólo para las mercancías, excluye el potente sector servicios que, por lo que respecta a los financieros, convierte a la City en el mayor centro del mundo, y del que ya han empezado a deslocalizarse algunas de las firmas más emblemáticas.
La manifestación de junio en Londres, en favor de una nueva consulta, fue la mayor registrada en el Reino Unido desde la Segunda Guerra Mundial
Todo este panorama ha incitado a no pocos británicos a reclamar incluso un referéndum que revierta el mandato de 2016. La manifestación de más de dos millones de personas en Londres de últimos de junio fue la mayor registrada desde la Segunda Guerra Mundial. No parece sin embargo probable que tal evento -una nueva consulta popular-, pueda suceder antes del 29 de marzo de 2019, a cuyas cero horas el Reino Unido dejará de ser miembro de la Unión.
Pero, de una u otra forma, el país seguirá donde está ubicado geográficamente, o sea en Europa. Tendrá que arreglar su grave problema interior, renovar el aire viciado que parece respirarse en sus viejos partidos tradicionales, y establecer una relación con la UE, que entretanto habrá de afianzar unos valores que hoy ponen en entredicho la pléyade de partidos nacionalpopulistas, que o bien rigen ya sus respectivos países o bien proyectan su influencia sobre gobiernos debilitados.
Mientras tanto, el mundo avanza y con toda seguridad no esperará a que gigantes de imperios pasados se tomen demasiado tiempo en aclarar sus titubeos. El Reino Unido tal vez queme etapas, salga de una u otra forma de la UE, y luego reflexione, se ponga de acuerdo consigo mismo y, al igual que hiciera Harold Wilson en los años sesenta del siglo pasado, vuelva a llamar a la puerta de una UE, que para entonces habrá decidido si quiere ser mera comparsa de la guerra chino-estadounidense por la hegemonía, o jugar un papel de gran potencia en esa ineludible disputa global.
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