Cuando la URSS se vino abajo hace tres décadas, el Partido Comunista Chino dedicó un enorme esfuerzo a analizar las causas del derrumbe para no cometer los mismos errores. Al fin y al cabo, si un imperio de la envergadura del soviético pudo venirse abajo en pocos meses, era lógico que la otra gran potencia regida por las ideas marxistas procurase aprender rápidamente de los fallos del vecino con el fin de perpetuarse. La primera lección que los líderes de Beijing asimilaron con evidente provecho fue que la penuria económica acaba a la larga con cualquier régimen. La gente puede soportar el hambre y la escasez durante largo tiempo si el adoctrinamiento y la represión se ejercen a fondo, pero no indefinidamente. Por consiguiente, los jerarcas chinos, tras la muerte de Mao y la catástrofe de la Revolución Cultural, se lanzaron con entusiasmo a la senda del crecimiento mediante la introducción del capitalismo y la economía de mercado en su sistema. La combinación de autoritarismo político férreo, propiedad privada y libertad de empresa ha conducido a multiplicar por veinte el PIB del gigante asiático desde 1991 hasta hoy, un logro espectacular que sin duda ha contribuido decisivamente a la legitimación del partido único a los ojos del pueblo. Esta adaptación a la realidad demuestra que la forma de conservar el poder por parte del PCC ha sido la adopción de las ideas económicas del adversario ideológico, lo que deja a los comunistas que aún coletean en los países occidentales -nuestro espécimen local es Podemos- en un manifiesto ridículo.
Durante este largo período de desarrollo material sin precedentes, la relación de China con Occidente y, en particular, con Estados Unidos, fue pacífica. Beneficiaria privilegiada del libre comercio mundial, miembro de la OMC y con una capacidad de producción de bienes y de exportación sobresaliente, la prosperidad ha llegado en mayor o menor medida a prácticamente la totalidad de su población. Sin embargo, desde la elección de Trump como presidente el panorama ha cambiado radicalmente y la lucha por la hegemonía global, en la que China iba ganando posiciones ante la indiferencia o la benevolencia de los sucesivos inquilinos de la Casa Blanca, ha dado un giro brusco por el cambio de estrategia norteamericana. La guerra comercial implacable emprendida por Trump, bajo el plausible pretexto de equilibrar su balanza de pagos y de acabar con las prácticas abusivas chinas en el campo de la propiedad intelectual, es la muestra palpable de que la actual Administración estadounidense no está dispuesta a ceder el cetro de primera potencia planetaria y que de una política de colaboración con China se ha pasado a otra de contención con visos de confrontación.
La situación en Hong Kong ha alcanzado tales niveles de tensión que la tentación de recurrir al método Tiananmen es muy fuerte en el Comité Central
La caída del Muro de Berlín fue el detonador de la implosión de la Unión Soviética y los recientes acontecimientos en Hong Kong guardan un cierto paralelismo con aquel hecho histórico. La fórmula “Un país, dos sistemas” que las autoridades chinas aceptaron cuando el Reino Unido se retiró de su colonia requiere una considerable habilidad y flexibilidad para que funcione con éxito y la rigidez totalitaria de la República Popular no casa bien con esta necesidad. La situación en Hong Kong ha alcanzado tales niveles de tensión que la tentación de recurrir al método Tiananmen es muy fuerte en el Comité Central. Ahora bien, el aplastamiento de las protestas en la gran urbe comercial y financiera a cargo del ejército -la policía de la ciudad ni tiene suficientes efectivos ni dispararía contra civiles desarmados- podría dar origen a un problema de imposible manejo. Hong Kong es un valioso puente entre China y el resto del orbe y sus ciudadanos, entre los que abundan profesionales y técnicos de alta cualificación, se resistirían violentamente a una invasión armada que acabase con su semi-democracia. El baño de sangre resultante y el colapso de la ciudad podrían acarrear efectos en cadena imprevisibles y provocar una grave inestabilidad en el Estado y en el PCC. Por otra parte, ceder ante las reivindicaciones de los movimientos pro-democráticos de Hong Kong sería una muestra de debilidad que los halcones del Gobierno chino no están dispuestos a permitirse.
A todo lo anterior hay que añadir dos factores que fueron también determinantes en el fracaso de la URSS y que los dirigentes chinos deberían considerar seriamente. La carrera armamentística con los Estados Unidos y las ambiciones imperialistas clavaron dos enormes clavos en el ataúd del PCUS porque el esfuerzo presupuestario exigido arrastró a la economía soviética a la quiebra. Un gasto en defensa de 230.000 millones de dólares junto a las inversiones billonarias en el proyecto de la Nueva Ruta de la Seda, así como las ayudas a socios tan poco atractivos en términos financieros como Venezuela, Angola, Pakistán, Costa de Marfil, Cuba, Camboya o Zimbabue, son aventuras muy arriesgadas que en una etapa de desaceleración pueden ser un fardo demasiado pesado que China no sea capaz de sostener.
La Primera Guerra Fría tuvo un claro ganador y la Segunda, cuya duración e intensidad son todavía una incógnita, a menos que Xi Jinping y su equipo actúen con la inteligencia y prudencia características de su milenaria cultura, es probable que desemboque en un desenlace similar.
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