Gran parte del debate europeo de los últimos meses ha girado en torno al concepto de "seguridad económica", un término difícil de definir pero que se ha vinculado fundamentalmente a la capacidad industrial y tecnológica.
La idea fundamental es que la Unión Europea no puede depender en exceso de materias primas o de tecnologías clave para su desarrollo que procedan de países no confiables o que puedan verse sujetas a disrupciones inesperadas.
Por supuesto, lo difícil es la traducción operativa de esa idea. ¿Qué son materias primas o tecnologías "clave"? ¿Qué es un país "confiable", y a qué plazo? Es decir, ¿un país confiable hoy lo es también a diez años vista? Más aún, podemos asegurar que Estados Unidos seguirá siendo un aliado confiable de Europa después de sus próximas elecciones? Incluso aunque pudiéramos delimitar las materias primas y tecnologías clave, si no podemos diversificar su adquisición a proveedores alternativos (que a menudo no existen), ¿las producimos en Europa? ¿Estamos dispuestos a hacer minería de litio, de tierras raras y de otros materiales con un elevado coste medioambiental? Si no las hay en Europa, ¿qué hacemos? Si producirlas encarece muchísimo los costes empresariales y por tanto la competitividad, ¿sacrificamos esta última en aras de la seguridad? Si hay que producir a nivel europeo, pongamos por caso, semiconductores, ¿dónde los producimos? ¿Dejamos que cada país intente fabricarlos, obviando las economías de escala y de aglomeración de la producción conjunta? ¿Nos peleamos con ayudas de Estado? ¿Dejamos que se cree –como siempre– una alianza francoalemana y nos conformamos con comprarles a ellos?
Para que la UE, como tal, gane soberanía (por ejemplo, en materia de política industrial), los Estados miembros han de cederla, y eso –que implica reforma de tratados– genera mucha resistencia
Si se fijan, en el fondo del debate trasluce la dificultad de alcanzar decisiones relevantes sobre políticas de ámbito europeo, y por tanto supranacional. Porque, tras el concepto de seguridad, subyace el concepto de soberanía (menos popular), en el sentido de tomar decisiones autónomamente. Ahora bien, para que la UE, como tal, gane soberanía (por ejemplo, en materia de política industrial), los Estados miembros han de cederla, y eso –que implica reforma de tratados– genera mucha resistencia. Todo el mundo quiere una UE más fuerte, pero nadie quiere cederle competencias.
Para colmo, el debate sobre la seguridad económica en Europa ha prescindido de un elemento clave: la seguridad financiera. Me refiero con esto a la existencia de un sistema financiero, bancario y de capitales sólido y resistente ante posibles crisis. ¿Cómo podemos hablar de seguridad económica sin hablar de seguridad financiera?
Sin embargo, la UE no tiene hoy esa seguridad porque los Estados no quieren una mayor integración. Lo irónico, además, es que no ceder competencias tampoco va a garantizar a los Estados ninguna soberanía. Así, por ejemplo, los países europeos altamente endeudados se van a encontrar con que, en caso de crisis financieras como la de 2010, estarán obligados a aceptar duras políticas de ajuste para obtener financiación exterior (es decir, perderán parte de su soberanía económica). Conviene no confundir esta situación con el hecho de no tener soberanía monetaria: aun siendo cierto que los países del euro formalmente no la tienen (es decir, emiten deuda en una moneda sobre la que no tienen control directo), de poco sirve tener moneda propia cuando eres un país pequeño dependiente de la financiación exterior.
En todo caso, esa inseguridad no solo afecta a los países endeudados. La UE, en su conjunto, no tiene seguridad financiera porque sigue teniendo un mercado bancario y de capitales fragmentado, con una elevada correlación entre riesgo bancario y soberano, y porque tiene una moneda única pero no tiene instrumentos fiscales supranacionales con funciones estabilizadoras o para financiar bienes públicos europeos.
Un euro frágil e inestable por la negativa de los Estados miembros de la eurozona a asumir una mayor integración fiscal, financiera y bancaria es una fuente de inseguridad que la UE no se puede permitir en un mundo multipolar.
En este momento la UE se está limitando a discutir la reforma de las reglas fiscales que permitirán volver a aplicar el Pacto de Estabilidad de Crecimiento (en suspenso desde la pandemia). Ya hemos escrito muchas veces sobre la importancia de acometer una senda de ajuste fiscal, pero eso es insuficiente. En caso de que haya una crisis de deuda (algo hoy en día lejos de tener probabilidad nula), no solo los países más endeudados se enfrentarán a problemas de sostenibilidad, sino que la propia UE perderá margen de actuación y se volverá más vulnerable. Un euro frágil e inestable por la negativa de los Estados miembros de la eurozona a asumir una mayor integración fiscal, financiera y bancaria es una fuente de inseguridad que la UE no se puede permitir en un mundo multipolar.
Así pues, si la UE quiere tener una verdadera seguridad económica, más le valdría retomar, junto con la reforma de las reglas fiscales, una estrategia simultánea de integración fiscal que le permita garantizar la estabilidad de su sistema monetario, bancario, de capitales y de deuda. Sin seguridad financiera europea, cualquier estrategia de seguridad económica europea no dejará de ser un concepto hueco.
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