Un mediodía cualquiera de diciembre, circulo en coche rumbo al trabajo por una avenida ancha y larga de San Sebastián mientras reparo en las hojas amarillentas que caen al suelo despacio, como al son de un vals lento. Poco a poco, los árboles se van quedando desnudos y desprotegidos ante el invierno igual que las personas mayores, solas y vacías ante la muerte.
Me revuelve la vejez después de leer en tiempo récord -por no poder parar- Las gratitudes de Delphine De Vigan. “Cierra al salir la puerta de su apartamento, la misma que ha cerrado cientos de veces, pero hoy sabe que será la última (…) Sabe que no volverá (…) Ha donado los muebles, la cama, el magnetoscopio, las cazuelas, la tostadora (…) Sabe perfectamente que está soltando amarras”. Tan real como demoledor el instante en el que la protagonista comprende que tiene que dejar todo atrás para emprender su última etapa en una residencia. Una mujer soltera que lo ha sido todo y que ya no es prácticamente nada por culpa de ese temido deterioro del que nadie puede escapar, sólo aquellos a los que les atrapa antes la muerte. Ninguna solución es perfecta.
Hacerse viejo es aprender a despedirse de las cosas, de las personas… es aprender que incluso estando en un salón abarrotado de gente próxima, puedes sentir que no hay nadie a tu lado. Digo todo esto no porque yo haya llegado a esa edad en la que has vivido ya más de lo que lo harás, sino porque llevo tiempo observando a los que han alcanzado esa franja; llevo tiempo -no sé bien porqué, quizá por muertes cercanas recientes- atraída por noticias tan crudas como ésta que leía hace unos días: “La mitad de los ancianos con teleasistencia llama para hablar 'un ratito'". Revelaba la Diputación de Barcelona que cinco de cada diez usuarios de este servicio utilizaron este canal no por una caída, un golpe, un tropezón, simplemente por la necesidad de entablar una conversación. Significa esto que nos pasamos la vida tratando de enriquecernos, de hacernos dueños de mil y un objetos perecederos cuando no hay nada más rico y más eterno que las palabras cuando se comparten. Nada más gratificante que la compañía cuando se busca y se obtiene.
En este punto recupero un diálogo del libro de De Vigan que escenifica precisamente esto de lo que hablo:
-Buenas tardes, señora Seld, le habla Muriel, de la teleasistencia. ¿Ha apretado el botón de alarma?
-Sí…
-¿Se ha caído?
-No, no.
-¿No se encuentra bien?
-No del todo.
-¿Puede explicarme qué le pasa?
-Tengo miedo.
Mirar de frente a las arrugas, al cuerpo que se encoge. Reconocer el paso del tiempo en nuestra madre, en nuestro padre o hermanos, en los abuelos. Observar su desgaste. Digerir el nuestro propio
El miedo, que paraliza. La soledad, que descoloca. Una conversación, que salva. “Hablar un ratito”, tan sólo eso es lo que necesita un colectivo, el de nuestros mayores, cada vez más numeroso y al que, muchas veces, ni siquiera tomamos en cuenta como parte activa y fundamental de esta sociedad.
La importancia de una llamada para hablar o para dejar de hacerlo para siempre. El pasado domingo tomaba un café con leche junto a mi madre en la cocina cuando sonó su teléfono. Las dos miramos la pantalla para ver quién era. Se trataba de un nombre familiar, una mujer querida, un contacto habitual. Sin embargo, no fue la voz de aquella señora la que respondió cuando mi madre pulsó el botón de descolgar, era la de su marido: “Nunca volverá a llamarte”, dijo aquel hombre ahogado por el dolor. El día, que fuera era soleado, se tornó dentro más nublado que nunca.
Esa frase sigue, aún hoy, girando en mi cabeza como una ruleta. Nos da miedo asimilar la muerte repentina. Mirar de frente a las arrugas, al cuerpo que se encoge. Reconocer el paso del tiempo en nuestra madre, en nuestro padre o hermanos, en los abuelos. Observar su desgaste. Digerir el nuestro propio. Nos da miedo asimilar ese instante en el que la senescencia se ceba con todo y con todos a nuestro alrededor. Ese instante en el que todo y todos a nuestro alrededor empiezan a envejecer, a dejar de ser, de alguna forma, lo que un día fueron.
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