La reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo relativa a la quema de fotos del Rey, ha suscitado múltiples reacciones. Las más aparatosas han sido las de todos aquellos que interpretan ese fallo judicial como una licencia para humillar la figura del Rey sin freno, convirtiendo la quema de retratos de S.M. en un “simpático” acto lúdico-festivo que, por supuesto, se entiende amparado por el citado fallo. Esa sentencia de 13 de marzo de 2018 prima el derecho a la libertad de expresión sobre cualquier otra consideración, no apreciando la existencia de delito de odio en la actuación de los dos condenados por la justicia española en aplicación del tipo contenido en el artículo 491.2 del Código Penal.
Por esta razón se ha instalado en la opinión pública la idea de que ofender la figura del Rey y, a la vez, los sentimientos de millones de españoles que ven en esta magistratura del Estado el símbolo de la unidad y permanencia de España sale gratis. En definitiva, se pretende hacer habitual un acto que es una clara incitación al odio político o institucional si se quiere, convirtiendo así nuestras calles o espacios públicos en lugares donde se dé rienda suelta a estas manifestaciones; algo parecido a lo que ocurre en otras partes del mundo, tal y como se ve en los informativos de televisión, en las cuales la moneda común es el conflicto armado, el odio racial, la persecución política o el subdesarrollo. Partiendo de la base, propia del sentido común, de que no parece muy adecuado ir quemando las fotos de nadie como reivindicación política, con independencia de quien prenda el fuego o a quien represente el retrato que se va a calcinar, es necesario hacer patentes ciertas consideraciones a tener en cuenta.
Lo que se busca con esas expresiones de odio es dañar el orden constitucional y alterar la paz pública, provocando reacciones contrapuestas y alentando el conflicto civil"
La primera es que podríamos pensar que dada la contundencia del fallo de Estrasburgo nuestra legislación penal contiene disposiciones de protección de la figura del Jefe del Estado anormales en cuanto a su democraticidad o fuera del contexto geopolítico de la Unión Europea. Nada más lejos de la realidad. Suecia, Bélgica, Alemania, Italia, Dinamarca, Grecia, Islandia, Malta, Países Bajos, Polonia y Portugal, contemplan tipos penales como una de las manifestaciones de lo que tradicionalmente se ha denominado delitos de lesa majestad, fijando penas de prisión para proteger el honor y reputación de sus propios Jefes de Estado, que en el caso de Dinamarca puede ascender a 4 años de prisión y en el de Suecia a 6 años. No parece que estos dos últimos sean ejemplo de países poco democráticos. Pero si se profundiza más, se encuentran cosas muy significativas, como la regulación penal de Canadá, que establece el tipo del seditious libel que criminaliza los insultos o escritos que pretenden fomentar actitudes sediciosas, y que están penados con hasta 14 años de prisión. En Francia, insultar directamente al Presidente de la República ultrajando su figura, se sanciona administrativamente de forma notoriamente más gravosa que si se tratara de un particular. En Alemania, a todo aquel que realice actos despreciativos del Presidente de la República se le puede llegar a privar de sus derechos políticos según el artículo 90 del Código Penal. También se fija una pena de prisión de 5 años, si el acto público en el cual se lleve a cabo esta actividad de execración tiene por objeto apoyar esfuerzos contrarios a la existencia de la propia República Federal. De todo lo anterior se deduce que la regulación española actualmente en vigor en esta materia no está, en absoluto, fuera del contexto de otras regulaciones de nuestro entorno.
La segunda consideración que cabría hacer consiste en determinar si es necesario llegar hasta el extremo de destruir en público la imagen del Jefe del Estado como acto de protesta o de ejercicio de la libertad de expresión, derecho que en España permite difundir libremente cualquier idea o postulado. Ahora bien, como ya ha afirmado el Tribunal Constitucional en muchas ocasiones la libertad de expresión no reconoce ni ampara un derecho al insulto, ya que esa libertad de expresión tiene límites. Quedan fuera de la protección de la libertad de expresión las expresiones injuriosas que resulten innecesarias y que sean oprobiosas u ofensivas. La pregunta por tanto es obvia: ¿Es necesario proceder a ofender a la figura que se condena a las llamas, y ofender a la vez los sentimientos de millones de españoles que se identifican con esa figura y lo que representa? No parece que esta expresión de odio sea necesaria en una sociedad en la que la libertad de expresión y de opinión está plenamente garantizada, y en la cual rige como regla central de convivencia el respeto hacia todas las personas y sus ideas. Semejantes manifestaciones de odio son propias de otras latitudes en las cuales los ciudadanos no tienen quizá otros cauces para demostrar su rechazo a regímenes dictatoriales a la derecha y a la izquierda del espectro político.
Por hechos similares, en Dinamarca te pueden caer 4 años de prisión y en Suecia 6. En Canadá, el ‘seditius libel’ establece condenas de hasta 14 años de cárcel"
Por otra parte, existe una clara tendencia en Europa a frenar cualquier forma de expresión de odio en la esfera pública. Así se recoge en la Recomendación 20 de 1997 del Comité de Ministros del Consejo de Europa. Esta recomendación es citada por la sentencia que nos ocupa para negar que en este caso existiese un discurso del odio, no advirtiendo odio racial, xenofobia, antisemitismo u otras formas de odio fundadas en la intolerancia. Ahora bien, si se lee completa la Recomendación citada se observa que también incluye dentro del discurso del odio la intolerancia que se expresa bajo formas de nacionalismo agresivo y de etnocentrismo. La destrucción en público de un retrato del Jefe del Estado, que es símbolo de la unidad de España, constituye así un evidente episodio de discurso del odio que propugna la destrucción, a través de su símbolo, de la Nación española sobre la que se fundamenta la Constitución, y por ende, de nuestro Estado democrático de Derecho. Atacando de esa forma al Rey, símbolo de la unidad y permanencia del Estado según el artículo 56 de la Constitución, se ataca a todo lo que de democrático y constitucional hay en ese Estado que al final es básicamente un marco de convivencia. Se pretende desprestigiar primero, y romper después ese marco de convivencia, y para ello es necesario provocar reacciones que podrían desembocar en violencia. Esas expresiones de odio, actualizados autos de fe, son contrarias al pluralismo, a los principios democráticos y a los valores constitucionales y pretenden dañar el orden constitucional y alterar la paz pública, provocando reacciones contrapuestas y alentando por ello el conflicto civil. No son otras las motivaciones de estos actos que, por cierto, ofenden los sentimientos de muchos millones de ciudadanos que suelen expresar sus opiniones políticas sin quemar nada. Por ello, cabe plantearse si una democracia debe asistir impasible, sin reacción jurídica alguna, a tan flagrante ataque contra nuestro modelo de convivencia o si por el contrario debe encontrar mecanismos jurídicos para poder defender la propia Constitución de todos aquellos que piensan que prender fuego con llamaradas de odio es una forma válida de hacer política.