Opinión

Sentido y límites de la reforma constitucional

Hay motivos sobrados para temer que cualquier proyecto de reforma de la Constitución, por modestos que sean sus términos, sería utilizado por algunos para cuestionar las grandes líneas del marco constitucional

Como cada año, el 6 de diciembre trae la acostumbrada liturgia civil de discursos y actos conmemorativos en torno a la Constitución. Esta vez además tocaba el cuadragésimo aniversario del texto constitucional. Cuarenta años de estabilidad política son un éxito digno de celebrar si lo comparamos con lo que ha sido nuestra agitada historia constitucional. La Constitución del 1978 no sólo ha supuesto la implantación de un régimen democrático perfectamente homologable con el de nuestros socios europeos, sino que ha propiciado cuatro décadas de modernización social y desarrollo económico.

Cuarenta años se prestan a hacer balance y también a preguntarse por las perspectivas de cambio constitucional. La cuestión de la reforma constitucional se ha situado en el centro del debate político, como hemos visto estos días atrás. En la prensa no han faltado las declaraciones de los líderes políticos y representantes de los distintos partidos sobre la revisión del texto constitucional. Curiosamente muchos coinciden en la necesidad de modificarla para adaptarla a las nuevas circunstancias sociales, revivificando el consenso en torno a ella, o incrementando su aceptación entre las nuevas generaciones, según se dice; al mismo tiempo se considera improbable que una reforma salga adelante en las presentes circunstancias o concite un grado de consenso similar al de la Transición.

La situación política no permite albergar muchas ilusiones sobre la apertura de un proceso de reformas. La irrupción de los nuevos partidos, con el declive de socialistas y populares, ha fragmentado el arco político, incrementando la competición interpartidista y la polarización política, lo que vuelve más difícil la búsqueda de acuerdos y compromisos necesarios. No menos importante, la crisis catalana sigue abierta. Ya hemos visto sus primeros efectos en las elecciones andaluzas y se harán notar con fuerza en la política nacional; no cabía esperar otra cosa, siendo como fue un ataque en toda regla contra el orden constitucional. Hay motivos fundados además para temer que cualquier proyecto de reforma, por modestos que sean sus términos, será utilizado por algunos para cuestionar las grandes líneas del marco constitucional, desde la forma de la jefatura del Estado al modelo territorial, y ahondar las divisiones políticas. En resumidas cuentas, la reforma se antojaría así necesaria pero imposible, según ha sentenciado algún analista político.

La actual segmentación política y la irrupción de los nuevos partidos no permiten albergar muchas ilusiones sobre la apertura de un proceso de reformas

Más allá de la oportunidad, también habría que considerar el sentido y los límites de una reforma constitucional. Un asunto que hay que abordar con cautela y parsimonia. Un régimen constitucional democrático como el nuestro se caracteriza por la supremacía de la Constitución, y esta supremacía supone lo que los juristas llaman “rigidez constitucional”. Dicho de otro modo, su reforma requiere un procedimiento especial, más gravoso, diferente al de la legislación ordinaria, que establece condiciones como mayorías cualificadas, aprobación por legislaturas diferentes, referendos populares, etc.

Las razones de esa rigidez son claras. Puesto que la Constitución establece los lineamientos fundamentales del régimen político y garantiza las libertades y derechos fundamentales de los ciudadanos, sus cambios no pueden depender de mayorías coyunturales o de las pasiones políticas del momento. El procedimiento de reforma agravado opera así como mecanismo de defensa, con objeto de asegurar la estabilidad del orden constitucional. Por otra parte, el sentido mismo del procedimiento de reforma es permitir la adaptación del texto constitucional a las circunstancias cambiantes de la vida social y política. La continuidad del Estado constitucional depende del razonable equilibrio entre ambas cosas, estabilidad y adaptación al cambio. Ahí está el papel crucial que desempeña el mecanismo de reforma en la vida de la Constitución.

Dicho lo cual, convendría desconfiar del excesivo énfasis en el aggiornamento de la Constitución, convertido casi en un fin en sí mismo. Como observa Roberto Blanco Valdés, “las Constituciones no se reforman para ponerlas al día”, sino para arreglar problemas específicos con el cambio. Por eso advierte que un proyecto de reforma no puede hablar de objetivos genéricos, como resolver el problema territorial o ampliar derechos, sino que ha de basarse en un diagnóstico solvente de los problemas que se quieren afrontar y explicar cómo los cambios en el texto constitucional pueden ayudar a resolverlos. Muchas de las propuestas que venimos escuchando no superarían ese filtro. En su reciente libro, Luz tras las tinieblas. Vindicación de la España constitucional (2018), pone un ejemplo bien conocido: el mantra tantas veces repetido de que hay que reformar el Senado para convertirlo en ‘una auténtica cámara de representación territorial’. A la luz de la experiencia comparada, Blanco Valdés demuestra que se trata de una falsa solución, pues tales cámaras simplemente no existen.

La Constitución española carece de cláusulas de intangibilidad que fijan límites materiales a lo que cabe reformar, como sucede en Francia, Alemania o Italia

Por otro lado, es legítimo preguntarse hasta qué punto algunas propuestas de cambio son realmente reformas de la Constitución. Unidos Podemos, por ejemplo, propone sustituir la monarquía parlamentaria por una república e incluir el derecho de autodeterminación en la Constitución. En su entrevista del pasado 6 de diciembre en El País Pablo Iglesias afirmaba: “Nosotros apostamos por vías federales o confederales para conseguir tener una patria en el que (sic) la libre decisión de los pueblos de nuestro país construya un proyecto unido”. El proyecto no deja lugar a dudas, pues se trataría de una confederación de pueblos soberanos que libremente deciden asociarse. La soberanía ya no correspondería al conjunto de los ciudadanos españoles, constituidos en cuerpo político cuyos miembros gozan de iguales derechos y comparten la capacidad de decidir acerca de los aspectos fundamentales del orden político. Sencillamente sería imposible reconocer nada parecido al Estado constitucional en tal modelo confederal; para empezar no sería un Estado, sino una asociación de Estados.

Propuestas así plantean el problema de los límites de la reforma. Una reforma no es un cambio revolucionario ni significa construir un edificio constitucional de nueva planta a través de un proceso constituyente. Sus límites vendrían marcados por el sentido mismo de la reforma: garantizar la continuidad del Estado constitucional.

Aquí encontramos el punto más desafortunado, a mi juicio, de la redacción del Título X de la Constitución, cuando admite la posibilidad de una “revisión total”. Como reacción seguramente a los Principios del Movimiento Nacional, declarados “permanentes e inalterables” por el régimen franquista, parecía más democrático cuando se redactó que todo fuera revisable. De esa manera la Constitución española carece de cláusulas de intangibilidad que fijan límites materiales a lo que cabe reformar, como sucede en Francia, Alemania o Italia. A modo de compensación, en el artículo 168 estableció para ciertas materias un procedimiento de reforma prácticamente disuasorio.

Difícil no significa imposible. Bien pensado, los límites de la reforma conciernen al sentido mismo de la democracia constitucional. Si en ésta el poder de las mayorías democráticas es restringido para salvaguardar un orden de libertades, parece coherente fijar límites a la reforma con objeto de proteger los aspectos esenciales de un régimen constitucional democrático, garantizando así su continuidad. Si hemos de revisar el texto constitucional, la propia reforma de la Constitución es una de las cuestiones relevantes que sería necesario replantear.

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