Opinión

El sentimiento antiempresarial del socialismo marxista

El ideario marxista, antes o después, en proporción a su duración en el poder y a la intensidad con que se apliquen sus recetas, termina volviéndose contra la sociedad en su conjunto

No ya el menosprecio del empresario sino la animosidad e incluso, en no pocas ocasiones, el insulto son una constante en el discurso y la praxis de la coalición que nos gobierna desde 2018. La demonización retórica del empresario ha ido acompañada del asalto a los beneficios empresariales, ya sea aumentando arbitrariamente la carga fiscal de los mismos o bloqueando e interviniendo el mecanismo de precios en unos sectores u otros.

Este comportamiento no es meramente el reflejo del instinto buscavotos del populismo de izquierda, ya de por sí preocupante en un país de la eurozona. Ni tampoco, aunque escuchando los razonamientos de algunos miembros del gobierno así lo pueda parecer, la manifestación de una insuficiencia encefálica para entender la economía. Es, ante todo, la consecuencia inexorable de la ideología de un Gobierno formado por partidos declaradamente marxistas liderados por un partido que abandonó el marxismo pero que, acaso sin darse cuenta y poco importa que sea por conveniencia o por convicción, lo está abrazando de nuevo. Por eso, para comprender cabalmente el comportamiento gubernamental es menester conocer los rudimentos de esta ideología, especialmente la concepción marxista de los beneficios.

Una política económica que será más o menos agresiva según sea la dimensión de las mayorías sociales que puedan alcanzar, y que siempre termina siendo dañina para el bienestar de los ciudadanos

Según este ideario, el trabajo es la única fuente de valor de las cosas y, por ende, del beneficio. La teoría del valor trabajo es la piedra angular del armazón intelectual marxista. Según esta teoría, el empresario se apropia sistemáticamente de parte del valor creado por los trabajadores a través de los beneficios. Dicho en lenguaje marxista, el empresario es por definición un explotador y el beneficio un expolio de rentas que pertenecen al trabajador. Aunque estas concepciones se expresen hoy con menos frecuencia o vehemencia que ayer, siguen estando firmemente arraigadas en el imaginario marxista e inspirando su política económica. Una política económica que será más o menos agresiva según sea la dimensión de las mayorías sociales que puedan alcanzar, y que siempre termina siendo dañina para el bienestar de los ciudadanos.

La teoría de la explotación es la raíz de múltiples sinsentidos y errores de gestión económica. De acuerdo con esta lógica marxista, por ejemplo, salarios y beneficios son el resultado del poder político relativo de trabajadores y empresarios. Consecuentemente, el nivel de unos y otros se puede fijar arbitrariamente sin impacto diferencial alguno sobre los flujos de inversión, empleo o producción. Esto es, si las circunstancias políticas lo permiten, se pueden aumentar salarios a costa de beneficios en tal o cual sector, incluso en el conjunto de la economía, y mejorar así la distribución de la renta en favor de los asalariados y el nivel de vida de los mismos, al no tener dichas medidas ninguna repercusión dañina sobre el empleo o el crecimiento económico. Así se entienden los afanes de la vicepresidenta Díaz evacuando continuamente iniciativas para subir salarios y recortar o “moderar” beneficios o la inminentemente creación, por la vicepresidenta Calviño, de un órgano para “vigilar “ los beneficios.

Controlar los beneficios arbitrariamente o limitarlos indebidamente deteriora la inversión y la eficiencia de la asignación de recursos con la consiguiente merma del crecimiento económico

La función esencial que desempeña el empresario y los beneficios (o la ausencia de los mismos) para dirigir los factores de producción hacia sus usos más productivos se le escapa a esta lógica. Las ideas de que la demanda de empleo tiene algo que ver con los niveles salariales y con la productividad de los trabajadores y que dicha productividad tenderá a ser tanto mayor cuanto mayor sea el capital aplicado en la producción y que esto último depende del beneficio esperado en las actividades correspondientes son anatema para un marxista convencido.

Desgraciadamente para ellos, y para las sociedades que apliquen sus recetas, estas ideas describen el funcionamiento real de las economías de mercado. Así sucede que fijar costes laborales, salarios más cotizaciones sociales, por encima de la productividad de los empleados contrae el avance del nivel de empleo. Controlar los beneficios arbitrariamente o limitarlos indebidamente deteriora la inversión y la eficiencia de la asignación de recursos con la consiguiente merma del crecimiento económico. La probabilidad de conseguir beneficios y el riesgo de cosechar pérdidas son el resorte y el freno de las iniciativas empresariales. Constituyen el mecanismo esencial para optimizar la utilización de los recursos productivos y guiarlos allí donde más y mejor se satisfaga la demanda de bienes y servicios del conjunto de la sociedad.

El ideario marxista, antes o después, en proporción a su duración en el poder y a la intensidad con que se apliquen sus recetas, termina volviéndose contra la sociedad en su conjunto y siendo especialmente dañino para los supuestos beneficiarios del mismo, los trabajadores de menor renta y peores posibilidades de empleo. La teoría del valor trabajo es una emanación propia de sociedades primitivas en las que la dotación de capital era muy exigua y el comercio prácticamente inexistente. Quizá por eso, junto con otros residuos evolutivos, junto con otras supersticiones, anida en el subconsciente humano. Quizá por eso, el argumento de que el capitalismo está basado en la explotación de los trabajadores sigue siendo la bandera del marxismo para atraer a los desposeídos, especialmente en muchos países en vías de desarrollo. Lejos de mejorar su situación, como indefectiblemente ilustra la situación de los países que lo han adoptado en un grado u otro, el marxismo es en realidad un yugo ideológico para oprimirlos sin remisión.

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