“Mis colegas estudian la inteligencia artificial; yo me conformo con la estupidez natural”. Amos Tversky
Como saben perfectamente todos mis alumnos, un problema de decisión se caracteriza por la necesidad de resolver una duda. La duda no existe en una cueva como la de las ideas de Platón. Cada uno de nosotros, en cada circunstancia, se plantea dudas que para otros pueden ser absurdas. Eso significa que la duda es, en primer lugar, individual. De esa duda individual (¿quién es el mejor para representarme en el Parlamento?) surgen los métodos de agregación de voluntades para resolver problemas que nos afectan a todos, y qué varían según el problema y, sobre todo, el colectivo afectado (unanimidad, mayorías simples, cualificadas, reforzadas, y tantos otros).
Identificada la duda, surge la necesidad de decidir. Eso supone, siempre, establecer un criterio. Si bien presuponemos nuestra racionalidad (somos seres racionales porque sabemos qué es mejor para nosotros, preferimos más de un estímulo positivo que de uno negativo, valoramos los beneficios y los costes y escogemos en consecuencia), la economía conductual ha demostrado que utilizamos muchos atajos que nos dejan bastante mal en esa escala evolutiva. Y la gestión de esta crisis por el Gobierno es una masterclass constante de por qué los sesgos guían las decisiones, y de cuándo la ausencia de criterio rige el comportamiento.
Un estudio cocinado en las cloacas
El primero de los sesgos que hemos padecido es el de autoridad. El prestigio, correctamente adquirido en crisis anteriores, del doctor Fernando Simón ha llevado a muchas personas, legas en cuestiones epidemiológicas (el 99.99% de la población, por otro lado), a creer a pies juntillas sus recomendaciones, sin considerar siquiera que es humano y, por tanto, susceptible de equivocarse. Ese sesgo se plasma en declaraciones del tipo “lo ha dicho Simón”, que ha sido el equivalente pandémico del clásico “va a misa”. Más allá de las contradicciones en las que haya incurrido, que demuestran la falta de criterio, en cada ocasión han sido respondidas por la mayor parte de los medios con el consabido “lo ha dicho Simón.”
El presidente del Gobierno emplea el sesgo de autoridad para convencernos de su magnífica gestión cuando cita, incluso conociendo su falsedad, los informes de organismos oficiales como la OCDE, el Imperial College de Londres o la universidad Johns Hopkins. Al mismo tiempo, y al seleccionar con sumo cuidado los informes que emplea, Sánchez cae también en el sesgo de confirmación. El mejor ejemplo de este sesgo, sin embargo, lo tenemos en ese estudio cocinado en las cloacas de algún medio afín al Gobierno en el que un tal Lacambra, nombre tan falso como los resultados del análisis, demostraba que el 8M no tuvo nada que ver con la propagación del virus.
Da igual que España sea el segundo país del mundo con más muertos por millón de habitantes detrás de Bélgica, aunque sería el primero si se contabilizasen los fallecimientos de acuerdo con los criterios de la OMS
Este sesgo se manifiesta cuando buscamos elementos que consolidan nuestra posición previa, preconcebida. Sabemos que el tabaquismo tiene efectos desastrosos sobre el organismo, pero fumamos y buscamos el caso del runner joven y delgado que cuida su alimentación y sufre un infarto para decir, apoyados en la barra del bar, el consabido “ya te lo decía yo; muy sano, muy sano y mira.” Da igual que la cifras digan lo contrario; da igual que España sea el segundo país del mundo con más muertos por millón de habitantes detrás de Bélgica, aunque sería el primero, destacado, si se contabilizasen los fallecimientos de acuerdo con los criterios de la OMS, algo que Bélgica hace y nuestro gobierno no. Lo importante es agarrarse a informes, cuando no falsos, inexistentes, para reafirmar nuestra posición.
En ese sesgo se apoya el Gobierno cuando repite cifras de fallecimientos que sabe que no son ciertas, pero que calan en la opinión pública
En relación con las cifras, el sesgo más importante es el del anclaje. Los economistas del comportamiento han demostrado que nuestro cerebro utiliza este atajo para resolver situaciones complejas. Se pidió a un conjunto de personas que apuntasen en un papel las dos últimas cifras de su DNI. A continuación, se les solicitó que indicasen cuánto pagarían por un teclado inalámbrico para su ordenador. El experimento demostró que aquellos cuyos números de DNI se encontraban entre los veinte últimos (entre el 80 y el 99) estaban dispuestos a pagar, en media, tres veces más que aquellos otros situados entre los veinte primeros (del 0 al 19).
En ese sesgo se apoya el Gobierno cuando, machaconamente, repite cifras de fallecimientos que sabe que no son ciertas, pero que calan en la opinión pública, que las repite sin mayor contraste. “Lo ha dicho el Gobierno, no nos puede engañar” es, de nuevo, el sesgo de autoridad que nos ciega cuando repetimos los 27.000 fallecimientos de Simón y no los 42.000 que refleja fielmente Luis del Pino agregando los datos reales que aportan las CCAA, ni los más de 50.000 resultantes si infiriésemos tanto los datos judiciales de Castilla La Mancha y Castilla León como los de la aseguradora Mapfre publicados el 8 de mayo.
Niños y hostelería
Más allá de esos sesgos, en los que todos incurrimos en mayor o menor medida y que todos deberíamos conocer para evitarlos y, sobre todo, detectarlos, lo más lamentable de la gestión de pandemia es, además de los muertos, la falta de criterio que el Gobierno demuestra en prácticamente todas las decisiones que toma. Un sábado, el presidente abre las puertas para que los menores puedan "disfrutar de un rato al día del aire libre", para el martes verse rectificado por su ministra portavoz quien, a su vez, es desmentida en menos de seis horas por el vicepresidente Iglesias.
Si los establecimientos de hostelería pueden abrir en fase 1, finalmente, con un aforo del 50%, es porque el gobierno decidió rectificar su posición inicial, establecida días antes por el presidente del gobierno en un 30%. Da igual que Simón diga un día de febrero que “no es necesario que la población sana use mascarillas”, que otro de mayo alerte del peligro de hacerlas obligatorias a que, en menos de veinticuatro horas, por último, acabe señalando que su uso sea “altamente recomendable”. El mismo Simón que primero decía que no era necesario dejar los zapatos fuera de casa para que, días después, el ministerio recomendase exactamente lo contrario sin que él mostrase disconformidad. Como tampoco hay criterio en los cambios de fase, al permitirse a Vizcaya cambiar de fase por un mero cálculo político y no hacerlo con Málaga o Granada, cuyas cifras objetivas eran mejores
Si hubiese existido evaluación de los problemas, análisis con las partes implicadas, podríamos hablar de criterio de decisión. Desgraciadamente, y como he señalado en ocasiones anteriores, el Gobierno siempre ha ido detrás de los acontecimientos. Y, así, las decisiones se sustituyen por reacciones.
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