Los intelectuales del 98, con Ortega a la cabeza, tuvieron en común algunas cosas, no tantas como nos cuentan los fanáticos de la epistemología, pero sí algunas que los españoles de hoy deberíamos comprender y admitir sin dificultad. En algunas no hemos cambiado. Se quejaban Ortega, Gavinet y Unamuno desde un pesimismo primario y doloroso por la situación social y política. Aquellos españoles murieron sin que se cumpliera unos de sus grandes sueños: líderes políticos capaces de acabar con el populismo. Y así, me temo, moriremos nosotros. Es este unos de los males que la Historia nos ha preparado a los españoles desde hace siglos.
Los del 98 vivieron instalados en el pesimismo y creyendo que España no tenía solución, no sólo por sus dirigentes, también por los propios ciudadanos, capaces de soportar el rigor de la mediocridad y el fraude político. Sí, cierto, nos seguimos pareciendo demasiado a nuestros abuelos. Nos provoca urticaria la reflexión y el análisis. O nos paralizamos o embestimos. No hay término medio.
Quizá por esto, pero no solo, asumimos con tanta facilidad razonamientos que caben en un titular y noticias de envergadura que se cuentan en un video de treinta segundos. Qué duro leer, pensar razonar, confrontar. Desde esa situación, por ejemplo, asumimos sin ambages eso de que todas las opiniones son respetables, lo que no es más que una tomadura de pelo vestida de trola. Hay opiniones que no merecen ni pueden ser respetadas, y sin embargo tragamos con facilidad las que nos lanzan los políticos sin reparar en que lo que está fuera de la ley no merece eso, respeto.
Ahora ya hay juristas de reconocido prestigio -supongo que como aquellos que tenían en la pandemia y nunca conocimos-, que ya hablan del anclaje de la amnistía en nuestra Constitución
No debería haberlo para aquellas que quiebran el principio de igualdad de todos los españoles y son promovidas por un partido que se titula de socialista. Ligeros como somos para el razonamiento, compramos sin rechistar aquella estupidez de Antonio Cánovas de que la política es el arte de lo posible. Con esta martingala seguimos alimentándonos hasta llegar a este contradios en el que ya empezamos a normalizar conceptos como amnistía y referéndum, que, por ser, posibles son. La maquinaria propagandística de la Moncloa, sabedora de que en agosto y con un tinto de verano en la mesa todo vale, ha regado a sus medios -y a los que no son suyos, pero bobaliconamente se prestan- con mensajes que van en esa dirección. Ahora ya hay juristas de reconocido prestigio -supongo que como aquellos que tenían en la pandemia y nunca conocimos-, que ya hablan del anclaje de la amnistía en nuestra Constitución. Lo que era imposible ya empieza a tomar carta de naturaleza camino de la normalidad y, lo que es peor, de una supuesta legalidad. Y el que no pase por ahí, facha, retrogrado, inmovilista. Es curioso que todos estos calificativos te los lancen desde los terrenos de Puigdemont cuando no desde acomodadas figuras del comunismo español.
Con las mismas armas que juega la larva que lucha por convertirse en Frankenstein II, se bate el Partido Popular, que con agostidad nos ha ido contando cómo prepara la investidura Alberto Núñez Feijóo. Cuanto más contaban y largaban a los revisteros con el sello del maldito off the record, más iba uno confirmando que el atrezo y la figuración es la verdadera arquitectura de Feijóo. De Sánchez es difícil esperar algo que no haya sido antes acompañado de la mentira y la frivolidad. En Feijóo había algunas expectativas, aunque sólo fuera por su etapa gallega. Ahora vamos comprobando que las mayorías absolutas encadenadas te dan poder, más poder, pero necesariamente no te hacen mejor político.
Si este es el camino del PP, si esta es la forma de hacer política de Feijóo, tenemos todo el derecho a preguntarnos en qué se diferencia de Sánchez
Ha aprendido bien la lección de Cánovas: “Aplicar en cada época de la historia aquella parte del ideal que las circunstancias hacen posible”. Desde esa perspectiva ha lanzado su caña de pescar en los caladeros de Puigdemont. Desde ahí nos han contado sus voceros que, cara a la investidura, tratarán de hablar de asuntos que están dentro de la Constitución. Es una forma de hacer buena la táctica de la señora vicepresidenta que, cada vez que le preguntan sobre alguna complicada cuestión, mueve su rubio flequillo, mira a la cámara y suelta eso de “diálogo, diálogo, diálogo”. Será que comparten paisaje y paisanaje y no lo saben.
Si este es el camino del PP, si esta es la forma de hacer política de Feijóo, tenemos todo el derecho a preguntarnos en qué se diferencia de Sánchez. Yo no soy Sánchez, afirma. ¡Pues demuéstrelo! Porque si el PP está dispuesto a hablar con un prófugo de la Justicia que no tiene reparos en manifestar que su meta es romper la nación española, entonces se acabaron los argumentos. Mienten unos, mienten otros.
Si Feijóo cree que puede explicar a sus votantes estos movimientos y sacralizar la estupidez del diálogo, diálogo, diálogo, mejor que no luche por una repetición electoral. No hay nada mejor que dejarles que digan lo que piensan con tal de conseguir el poder. Si el arte de lo posible te permite siniestros movimientos como el pretendido, deberán entender en el PP que la posibilidad más real sea que muchos de sus votantes no la entiendan, y menos aún, la compartan. Aprenda de Pascal señor Feijóo y tome en serio su consejo: “La infelicidad del ser humano se basa solo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación”. Ande, no se mueva más, y haga el favor de demostrar que dice la verdad cuando asegura que usted no es Pedro Sánchez. No es suficiente con que usted lo crea, es necesario que lo crean los demás, sobre todo aquellos que le votaron.
Un dios revoltoso
Empieza uno a pensar que estamos dentro de esa fábula de Esopo en la que un grupo de ranas termina por pedir a Zeus que les mande un gobernante, el mejor. Zeus, que a diferencia de los nuestros era un dios revoltoso y con sentido del humor, les envió un tronco. El Rey de las ranas fue el título que le puso el escritor griego. Y como no me quiero meter en más líos y menos entrar en el reino de los batracios, lo dejamos ahí.
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