Al llegar el verano, y con permiso de la autoridad, véase José Alejandro Vara, está columna muta ligeramente para caminar al ritmo tranquilo y pausado del estío. Por eso vuelven este martes las “Cotufas en el golfo”, una expresión que el cronista encontró leyendo el Quijote cuando Cervantes quiere referir la imposibilidad de algo. En lo que toca a nosotros, la de encontrar golosinas en el mar. Difícil empresa ésta de mirar a la actualidad con ojos más benévolos, pero no me rindo.
Cuando era un joven despistado e inquieto, un bachiller que se decía, llegó a mis manos el famoso disco que Paco Ibáñez grabó en el Olimpia de París. Aunque había sido grabado en 1969 y se podía comprar en Francia sin problema alguno, aquí llegaba con cuentagotas, y, cuando con un poco de suerte te lo vendían, generalmente en el Rastro, el vendedor, si atendía tu petición, te miraba de arriba a abajo para asegurarse de que no eras de “la social o la secreta” -lo que mis espinillas negaban con contundencia-, y te pedía que te dieras una vuelta y volvieras en diez minutos, que el material ya estaría preparado. En España aún vivía Franco, y los españoles consumían con verdadero afán el final de ciclo de un tiempo que la prensa más atrevida llamaba tímidamente tardofranquismo. Eran los últimos coletazos de la dictadura. Ha pasado más de medio siglo.
En ese doble Lp, que así llamábamos a los discos que no eran un sencillo o un Ep, Paco Ibáñez había puesto música a unos cuantos poetas que, incomprensiblemente, eran peligrosos para el régimen, a saber: Jorge Manrique, Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, Góngora y Quevedo. Claro, había otros que la dictadura no podía digerir: Alberti, Celaya, Cernuda, Antonio Machado, Lorca, Blas de Otero y Celaya. Así fue como descubrí a esos poetas que los escolapios de San Fernando, mi colegio en Madrid, sacaban del temario cada vez que tocaba hablar de ellos. Se acababa el curso sin llegar a la generación del 27 y 50, me recuerda un compañero de clase. Justo es decir que tuvimos un profesor de Literatura que osó llevar el disco a clase para escuchar las Coplas a la muerte de su padre, pero eso fue sólo una vez porque los curas lo llamaron a capítulo. Para enseñar Literatura no hacía falta música, le dijo el padre rector a mi profesor, que, por cierto, justo es recordar que se llamaba José Pulido.
La cuestión es que, semanas después, me hice con el disco en el Rastro. Todavía recuerdo mi temor, bajando las escaleras del metro de Tirso de Molina, por si alguien descubría lo que llevaba en la bolsa. Cuando escribo esto y pienso en quién escucha hoy ese disco de Paco Ibáñez, siento una especie de melancolía rabiosa por los años que no volverán.
Si después de todo lo vivido nos quedan las palabras, aunque sean esas pocas tan urgentes y necesarias: democracia, tolerancia, verdad, elegancia, cortesía, respeto
En el Olimpia de París, el cantautor, con un taburete para apoyar la pierna que sostenía su guitarra española, cantó la letra de uno de los poemas más hermosos que yo haya leído y escuchado. Aquellos que limitan el universo de Blas de Otero -¿quién lo estará leyendo hoy, Dios mío? -, con la etiqueta de poesía social, es que no lo han entendido. Cantaba Ibáñez lo que había escrito el vate bilbaíno: “Si he perdido la vida, el tiempo, todo lo que tiré, como un anillo al agua, si he perdido la voz en la maleza, me queda la palabra”. Los que crean que es poesía de otro tiempo, que piensen hoy si después de todo lo vivido nos quedan las palabras, aunque sean esas pocas tan urgentes y necesarias: democracia, tolerancia, verdad, elegancia, cortesía, respeto. Y eso por no hablar del acto mismo de dar una palabra que, pasará lo que pasará, terminaría cumpliéndose. Cosas de antes.
Hace unas semanas Teresa Ribera, vicepresidenta hoy con aspiraciones a Comisaria tras incumplir su palabra y rechazar ser europarlamentaria, pedía el voto como cabeza de lista del Psoe al parlamento de Estrasburgo. Le votaron cientos de miles de españoles, acaso porque creyeron que iba para eso, para parlamentaria. Pobrecillos. Pero no. Este lunes no se presentó en el Congreso a recoger su acta, requisito previo para tomar posesión de su escaño. Está a la espera de que le caiga una silla en el gobierno de Bruselas de Úrsula von der Leyen, y entonces, sólo entonces, dimitirá como vicepresidenta del Gobierno de España. ¡Ay la ideología, dónde estará más allá de los monederos!
Cada día resulta más difícil entender a este señor gallego. O más fácil, depende cómo lo queramos ver. ¿De verdad quiere derrotar al sanchismo?
Antes de las elecciones, Ribera pidió el voto por toda España, incluso tuvo el mal gusto de traernos las soflamas de la Pasionaria, 80 años después. "No pasarán, no pasarán" gritaba la señora, que, vaya, terminó perdiendo las elecciones. Pero no es su derrota lo que llama la atención, es su falta de seriedad con la palabra dada. Si no iba a ser europarlamentaria, a qué este indecente teatro. No es lo peor que no nos quede la palabra, es que nadie la recuerda y la reclama como condición necesaria para que un político sea fiable. Decente, vamos. O sea, que da igual la mentira, el mentiroso y, sobre todo, el público burlado. No sé dónde hay más culpa, lo que resulta inquietante.
En la otra acera, y días después del pacto Psoe-Pp sobre el Poder Judicial, el líder conservador se ha puesto serio para decirnos que si su mujer fuera Begoña Gómez él ya hubiera dimitido. A continuación, Feijóo anuncia que su partido no llamará al Senado a la esposa del presidente porque “no le gusta meter a la familia del presidente en una Cámara e interrogarla”. Cada día resulta más difícil entender a este señor gallego. O más fácil, depende cómo lo queramos ver. ¿De verdad quiere derrotar al sanchismo?
Cierto, esto no es el infierno, ni el valle de lágrimas que nos quisieron hacer ver siendo infantes, pero tal y como están las cosas hay razones para hacer bueno lo que Dante asegura que vio escrito en el dintel de la puerta del Infierno: Abandonad toda esperanza. En eso está uno mientras va buscando por el mar algunos caramelos que regalar al lector.
Nota final: Teresa Ribera pasará de ganar algo más de 6.000 euros brutos al mes a percibir 30.000, también al mes, si le dan una de las ocho vicepresidencias que hay en Bruselas. Si es sólo Comisaria, algo menos.
La verdad es que me podía haber ahorrado media columna.
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