Opinión

¿Un Singapur en el Támesis?

Los votantes de Johnson esperan que el Brexit les permita mejorar su empleo, sus ingresos, su sistema educativo y sanitario

En enero de 2017 la entonces primera ministra británica, Theresa May, dijo que el Brexit le daría al Reino Unido “la libertad de establecer tipos impositivos competitivos y adoptar políticas que atraerían a las mejores empresas del mundo”. Y añadió, amenazante: “Y si estuviéramos excluidos del acceso al mercado único, seríamos libres para cambiar las bases del modelo económico británico”. Allí surgió la idea de un “Singapur sobre el Támesis”, que resucita ahora para ensombrecer las negociaciones del Brexit.

El concepto ha revivido a raíz del inicio de las discusiones sobre el modelo relación definitiva entre el Reino Unido y la UE a partir del 1 de enero de 2021, una vez expire el período transitorio (y suponiendo que haya acuerdo y no prórroga). El hecho de que el Reino Unido ya no sea formalmente un Estado miembro no nos ha impedido experimentar un cierto déjà-vu del inicio de la negociación anterior (la del Acuerdo de Salida) al ver a la Comisión presentar un prolijo documento de 33 páginas y a Boris Johnson limitarse a un vago discurso en el que, aparte del modelo Canadá, mencionaba un supuesto “modelo Australia”, que en realidad no existe. Al menos su tono amenazante va a contribuir a cohesionar a los Estados miembros, algo que en esta fase parecía algo más difícil.

El documento de la Comisión se resume en dos mensajes: el primero es que no habrá acuerdo a menos que se firme previamente un acuerdo de pesca –que garantice el mutuo acceso a caladeros y mercados– y que el Reino Unido se comprometa a competir lealmente con la Unión Europea; el segundo mensaje es que, cumplidas esas dos condiciones, el acceso del Reino Unido al mercado único europeo será tanto mayor cuanto mayor sea el grado de regulación comunitaria que los británicos estén dispuestos a asumir.

Centrémonos primero en esta segunda parte, para disipar la falsa impresión de “jugada genial” británica que algunos han interpretado al oír hablar a la UE de “acceso sin aranceles ni cuotas”, y que demuestra que el ciudadano medio no capta muy bien las ventajas que supone el acceso al mercado único. Empezando porque acceso sin arancel ni cuotas no quiere decir acceso libre y sin fricciones. Si el Reino Unido se niega a asumir el acervo comunitario en materia de regulación industrial y sanitaria, podrá exportar a la UE (quizás, incluso, sin aranceles ni cuotas), pero sus productos tendrán que someterse a un exhaustivo control en frontera para verificar los estándares europeos.

El Reino Unido fabrica los bienes que exporta usando inputs importados sobre todo de la UE (más de un 40%), y mucho menos de China

Repitámoslo una vez más: la UE, por supuesto, comercia con países terceros, tanto sin aranceles (Canadá) como con ellos (Estados Unidos, China o Australia), pero el flujo de productos intermedios de estos países que diariamente cruzan el paso de Calais no tiene nada que ver, ni en profundidad ni en dinamismo, con el flujo desde otros Estados miembros. Por eso el Reino Unido fabrica los bienes que exporta usando inputs importados sobre todo de la UE (más de un 40%), y mucho menos de China o Canadá, y los componentes clave de sus cadenas de producción just-in-time los trae sólo de la UE. Se llama integración productiva en las cadenas de valor, y es el resultado de 40 años como Estado miembro.

Así pues, de regalo, nada. Lo de siempre: a mayor divergencia regulatoria del Reino Unido, más fricciones en frontera y mayores retrasos y daño a los procesos productivos británicos. Y cuidado, porque de nada servirá que luego el Reino Unido decida no divergir: la Comisión ya ha descartado cualquier reconocimiento mutuo de regulaciones, de modo que la mera posibilidad de divergir, incluso aunque no sea ejercida, conllevará controles fronterizos.

No hay trajes a la medida

Además, renunciar al acervo comunitario es limitarse a un acceso muy básico al mercado de servicios, con gran perjuicio para una economía como la del Reino Unido. Adiós pasaporte comunitario para las entidades financieras de la City, adiós libre prestación de servicios para sus grandes consultoras, adiós libertad de sus empresas de transporte para realizar operaciones entre la isla y el continente como parte de trayectos más amplios. Y no habrá soluciones ad-hoc para sectores específicos: el mercado único no está sujeto a despiece.

Pero volvamos al principio, a las dos condiciones necesarias para que haya acuerdo: la existencia de un acuerdo de pesca y la competencia leal. No son ocurrencias de la UE, sino que se incluyeron desde el primer momento en la Declaración Política (en sus artículos 74 y 77) firmada por Boris Johnson y que acompaña al Acuerdo de Salida. La pesca, porque es un sector socialmente sensible y afecta a recursos naturales, de ahí la necesidad de evitar que se convierta en un peligroso elemento de cambalache.

La “competencia leal”, por su parte, es la traducción del level playing field (literalmente, “terreno de juego equilibrado”), un concepto habitual en cualquier acuerdo de libre comercio. La idea es que, si el Reino Unido va a tener acceso al mercado comunitario, no puede entrar en una batalla de ayudas de Estado (subvencionando, por ejemplo, a sectores estratégicos) o en una carrera a la baja en estándares fiscales, medioambientales o laborales, y más cuando se trata de un país totalmente integrado productivamente con la UE.

Si el objetivo del Reino Unido es convertirse en un gigantesco paraíso fiscal, me temo que llega con varias décadas de retraso

Se habla de un “Singapur sobre el Támesis”, aunque la comparación resulta difícil de entender, porque Singapur es una ciudad-Estado, nada que ver con un país grande y populoso como el Reino Unido. Y no es precisamente un país liberal, sino más bien todo lo contrario: desde Lee Kwan Yew ha sido el ejemplo perfecto de economía dirigida, eso sí, con bajos impuestos, estándares laborales relajados (sobre todo para extranjeros) y una administración relativamente eficiente y bien pagada. Pero, para los alérgicos a la burocracia, que conste que en Singapur el Estado está por todas partes: desde la prohibición de importar o vender chicle al hecho de que el 80% de la población vive en casas construidas y subsidiadas por el gobierno, pasando por que el todopoderoso fondo soberano Temasek tiene la mayoría en compañías como Singapore Airlines o el operador de telefonía móvil Singtel.

Quizás se refieran entonces al hecho de que Singapur operó durante décadas como un paraíso fiscal, pero entonces no estamos hablando ya de eficiencia, sino de otra cosa muy distinta. La misma que cuando el Reino Unido dice que va a promover puertos francos, figura que el Parlamento Europeo propuso suprimir en abril de 2019 porque a menudo funcionan como una fuente de fraude fiscal y lavado de dinero.

Y es que, si el objetivo del Reino Unido es convertirse en un gigantesco paraíso fiscal, me temo que llega con varias décadas de retraso. Desde la Gran Recesión el contrato social ha variado, la sociedad está harta y nadie en el G20 está dispuesto a permitir que unos pocos países sigan enriqueciéndose a base de erosionar bases imponibles ajenas (no se trata de que cobren pocos impuestos por el negocio allí generado –es su derecho–, sino por el negocio generado fuera de sus fronteras).

Una mala idea

La iniciativa BEPS (del inglés Base Erosion and Profit Shifting, “Erosión de bases imponibles y traslado de beneficios”) de la OCDE y el G20 lleva años combatiendo las estrategias de planificación fiscal de las multinacionales para aprovecharse de las discrepancias, lagunas e inconsistencias de los sistemas fiscales nacionales y trasladar sus beneficios a países de escasa o nula tributación. Su Plan de Acción está avanzado y cuenta ya con el apoyo de la UE, EEUU, China, India y Brasil, y no tardará en implantar medidas de aislamiento de los tramposos de la fiscalidad internacional. Hacia eso va el mundo, y también la UE: Irlanda terminará este año con su “doble irlandés”, Países Bajos con su “sándwich holandés” y los sucedáneos ya no tendrán cabida. El Reino Unido no podrá permitirse ir por su cuenta, simplemente porque el resto no se lo permitirá. Ni la UE permitirá figuras que se burlen de las complejas reglas de origen para considerar un producto como fabricado en el Reino Unido.

En cualquier caso, intentar crear un Singapur en el Támesis no es buena idea no sólo porque se encuentre con el rechazo del mundo occidental, sino también por motivos de estricta política interna. Quizás la niebla tan frecuente en el Támesis no le permite a Boris Johnson percibir bien el rostro de su votante medio, pero seguro que Dominic Cummings ya le ha advertido de que muchos de sus votantes, en particular los del denominado “cinturón rojo” –un tradicional feudo laborista– están esperando que el Brexit, ese mágico bálsamo de Fierabrás, permita mejorar el sistema sanitario, el empleo y las oportunidades de muchos de los que le votaron porque ya no tenían nada que perder. Votantes que, cuando descubran que Johnson está dispuesto a regalarle cientos de millones de libras en impuestos a las multinacionales a cambio de vagas promesas de un brillante porvenir, quizás ya no se pongan tan contentos.

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