“Me gustaría que fuéramos capaces de reconsiderar, de repensar y de volver a entender para qué y para quién estamos aquí. Y no es ni para insultarnos ni para atacarnos sino para demostrar que la política sirve para mejorar la vida de la gente. Para demostrar que si hemos querido estar aquí es por algo. Y ese algo tiene los nombres y los apellidos de los que los que han sufrido, sufren y van a sufrir las consecuencias de una pandemia brutal. Compatriotas que sin la política, es decir, sin lo que decidamos nosotros, estarán absolutamente abandonados. Ese es el sentido de esta Comisión y no otro. Así que hagamos honor a lo que nos ha traído aquí. Y aquí nos ha traído gente que piensa diferente, que siente distinto pero que necesita que nos pongamos de acuerdo para que su vida no sea peor.(...) Les ruego a todos que nos pongamos a trabajar, que es lo que necesita este país”. Son palabras de Patxi López en la Comisión para la reconstrucción social y económica de España.
Estas frases, duras y sinceras, reflejan lo que muchos, millones de españoles, hemos sentido esta semana hacia nuestros representantes políticos y que no es otra cosa que vergüenza. Somos esos españoles que apenas tuiteamos, que no militamos bajo ningún argumentario ni bandera, que no leemos los diarios de la trinchera y que usamos las manos para aplaudir y las cazuelas para cocinar.
Y somos esos españoles que cada vez tenemos menos voz en la Cámara de representantes. El "tú más" y el desprecio han conquistado la Carrera de San Jerónimo para alborozo de los populistas de derechas e izquierdas. Acusaciones de terroristas, de golpistas de un lado al otro, como forofos en las gradas de un estadio de fútbol. Todo ello, durante las primeras horas del luto nacional.
En España, en cambio, hemos atacado a los científicos, pisoteamos con espuma en la boca el valor de las instituciones y cerramos las fronteras a todo lo que no sean fondos europeos
En los países normales, como recoge el libro 'Pandemocracia' de Daniel Innerarity, hay tres cosas que los populistas detestan y que este tipo de crisis han revalorizado: el saber experto, las instituciones comunes y la comunidad global. En España, en cambio, hemos atacado a los científicos, pisoteamos con espuma en la boca el valor de las instituciones y cerramos las fronteras a todo lo que no sean fondos europeos. Es decir, donde en otros lugares aprovechan la crisis para acabar con el virus, con los sistemas viciados, con los ignorantes líderes populistas, aquí salimos a la calle con banderas y cazuelas para anteponer el desgaste político al rival a las soluciones para la ciudadanía.
Parece que no sepamos que las instituciones, no las redes sociales ni los titulares, son nuestro gran refugio social. Nuestra única herramienta para paliar las crisis, provocar los cambios, acorralar a las desigualdades y generar oportunidades de crecimiento e inversión. Las cámaras parlamentarias no son platós de televisión, no son la gala final de ‘reality shows’ ni circos romanos llenos de fieras. Deberían ser el fiel reflejo de nuestra sociedad. Pero esa España que cada noche echaba con aplausos al miedo y a la muerte de nuestras calles no puede verse reflejada en el pozo oscuro en el que se ha convertido el micrófono del Congreso. Antes se conocía a ese pupitre como la tribuna de oradores. Ahora ha sido tomado por asesores de comunicación para ser el vomitorio de argumentarios. El génesis de la crispación, el trincherismo, la división y la polarización. La tumba de las soluciones.
Ruidos y ladridos
Antes de seguir por esta peligrosa senda, los partidos deberían recordar que si las instituciones no funcionan, se pueden reformar con el diálogo y el consenso. Pero no se pueden sustituir. Lo que no sea institución democrática será tiranía automáticamente.
El Congreso es el campo en el que el peso del Gobierno es igual al de la oposición, y la responsabilidad, por lo tanto, debe ser compartida. De esta crisis saldremos gracias a lo público. A lo que emane de nuestras instituciones locales, autonómicas, nacionales y europeas. Con casi 30.000 muertos, con una España volcada en sobrevivir, en arrancar de nuevo la máquina, ¿qué nos ofrece el Congreso de los Diputados? ¿Planes de inversión, ayudas sociales, políticas de incentivo empresarial? Algo de ello hay, desde luego. Pero se pierde entre ladridos y ruidos. Entre insultos y desprecios. Entre odios viscerales y peleas de barro impropias de la ciudadanía a la que dicen representar. Porque en esta España, la gran mayoría de partidos, en especial Vox, Podemos y los actuales PP y PSOE, solo comparten un objetivo: aniquilar al rival político a cualquier precio.
Son estas instituciones que las siglas denigran las encargadas de aprobar los planes de recuperación impulsados por la UE. ¿Van a ir los partidos con este tono, este va a ser su nivel, esta es su batería de propuestas: el insulto, el odio, la descalificación? ¿Por qué en el Parlamento europeo son capaces de aplaudir juntos Iratxe García, Esteban González Pons, Ernest Urtasun y Luis Garicano y en Madrid sus partidos interpretan esta oda quinqui? Mientras la ciudadanía echa de menos los abrazos que nos prohíbe la distancia social, sus representantes parecen querer saltarse los dos metros de distancia para liarse a mamporros. Están consiguiendo que el desapego hacia lo público, hacia lo institucional y hacia la política se adentre en terrenos de no retorno. Los partidos deben reflexionar sobre qué es y para qué sirve la política. Y si no son capaces de, desde la discrepancia que otorga la pluralidad, generar soluciones, que sepan que cada vez actuarán representando a menos gente.
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