Felipe González ya no es un jarrón chino. Lo fue, pero algunas decenas de personas a las que coge el teléfono, de aquí y de fuera de aquí, le han pedido que abandone ese confortable estatus en el que sestean los expresidentes y tome cartas en el asunto. El asunto no es otro que la creciente preocupación de muchos por el futuro de España. O dicho de otro modo, por los daños irreparables que para el futuro de España puede acarrear la toma de decisiones de un Gobierno bifronte apoyado por los que no reconocen la legitimidad de la nación española.
González no habría movido un dedo si solo se hubiera tratado de salvar al PSOE. Nunca lo ha hecho, y ahora, con el partido decididamente convertido en instrumento de utilidad estrictamente privada, ya se antoja misión tardía y casi imposible. Pero sí ha decidido arriesgar su confort de jubilado con caché para intentar la incierta y arriesgada tarea de promover un cambio de rumbo con dos objetivos principales: (1) que Gobierno y oposición se pongan de acuerdo para afrontar la crisis económica con un amplio respaldo social y parlamentario sin que sea necesario el concurso ni del populismo (de izquierdas o de derechas) ni del independentismo; y (2) poner fin a la campaña de desprestigio de la Transición, a la que peyorativamente se ha bautizado como “régimen del 78”, y a partir del presunto consenso alcanzado definir las líneas maestras para una modernizadora, pero sensata y realista reforma de la Constitución.
Zapatero, satélite del populismo
Obviamente, se lo van a poner difícil. Empezando por los “suyos”; por José Luis Rodríguez Zapatero, quien por razones no del todo aclaradas, aunque sobradamente intuidas, se ha convertido en un descarado satélite del planetario populista. Hay quien dice que Podemos ha engullido al zapaterismo. Otra burbuja propagandística. El zapaterismo no existe. Felipismo y zapaterismo no son magnitudes comparables. “¡El zapaterismo no existe, idiota!”, se podría muy bien decir parafraseando a aquel lúcido mosso que aclaró con determinación las dudas jurídico-constitucionales de un manifestante independentista. Felipe fue un líder sin complejos que se rodeó de gentes capaces de llevarle la contraria; Zapatero fue un descarte del que todavía no se han arrepentido lo suficiente González y Alfonso Guerra; un secundario que se enteraba más bien poco tutelado por un sanedrín en el que pululaban y pululan sujetos que se hicieron ricos manejando con habilidad los hilos del muñeco.
Felipe fue un hito en la historia del PSOE y un personaje cuya intuición política y visión de futuro fueron claves para reafirmar la democracia y colocar a España en la senda de la modernidad. Zapatero se quedó en accidente. Puso el partido en manos de funcionarios (del partido), eliminó el debate interno y todo lo bueno que hizo en materia de derechos civiles lo echó a perder abriendo de nuevo la brecha de las dos Españas y regalando con torpeza infinita argumentos de ruptura al nacionalismo catalán. Felipe quiere un gran pacto nacional en el que pueda integrarse, si así lo decide, el nacionalismo moderado. Zapatero, una coalición de izquierdas que necesariamente habrá de apoyarse para sobrevivir en los nacionalistas radicales. ¿Quién tiene las de ganar? Hoy, sin duda, Zapatero.
El sanchismo no se parece en nada al felipismo. Estamos más bien ante un zapaterismo perfeccionado. El sanedrín ya no está fuera, sino en la sala de máquinas de La Moncloa; en el partido no es que ya no haya debate, es que tampoco hay partido; y el fantasma de las dos Españas parece definitivamente instalado gracias a la comprensión con la que Pedro Sánchez viene atendiendo las exigencias de la izquierda más fundamentalista y del independentismo. Y lo peor es que no hay indicios sólidos de que la crisis de la covid-19 vaya a provocar un cambio sustancial en la hoja de ruta fijada. La prioridad sigue siendo que sean los actuales socios del Gobierno los que respalden después del verano unos presupuestos que vendrán condicionados por la Unión Europea y, por tanto, con la presión rebajada, y a partir de ahí llevar a buen término la legislatura.
Podemos sitúa a González en el vértice de una amenazante confluencia de intereses empresariales, mediáticos y tardofranquistas que acechan al gobierno progresista
El precio que pondrá sobre la mesa Esquerra Republicana para taparse la nariz será que el Gobierno use el comodín del indulto. Ya se trabaja al respecto. Para Podemos, la justificación es más fácil. La lección de lo ocurrido en Grecia a los Tsipras y Varoufakis está más que aprendida. Se trata de tomar distancia, que los ajustes sean cosa del “otro” gobierno, el que encabeza Calviño, y armar con su eficaz aparato de propaganda el relato de que hay que seguir en el poder para defender a los más desfavorecidos, frenar a la ultraderecha y denunciar a los que por intereses espurios quieren derribar al gobierno legítimo.
A Pedro Sánchez, que en el inmediato futuro tomará distancia con una intensa agenda internacional, ya le va bien este nuevo rol que se ha adjudicado Iglesias: de vicepresidente sin contenido, por la mañana no hago nada y por la tarde lo paso a limpio, a implacable látigo del enemigo. De cualquier enemigo. A Sánchez no le disgusta en absoluto la idea de que sean sus socios podemistas los que le hagan el desagradable trabajo de demolición del adversario más incómodo, del más cercano, del que mejor te conoce, del que atesora igual o mayor crédito que tú dentro de tus propia filas. Iglesias tiene total libertad para defender al Ejecutivo del que ya consideran el “golpe blando” que proyecta el felipismo, convertido por obra y gracia de la poderosa maquinaria propagandística de Podemos, con la complicidad del sector idiota del socialismo nacional, en la amenazante confluencia de intereses empresariales, mediáticos y tardofranquistas que acechan al Gobierno progresista. Nos esperan fuertes emociones.
Una postdata con Gabilondo de por medio
Cuentan las crónicas que Pedro Sánchez quiere al lado de Ángel Gabilondo a alguien más agresivo capaz de dar cumplida réplica a la presidenta de la Comunidad de Madrid. Este es un asunto con muchas aristas del que habrá que ocuparse más adelante, pero del que sí conviene avanzar alguna opinión por cuanto evidencia el concepto de partido político de eso que hemos llamado sanchismo. Los que desde Moncloa ahora dan por amortizado a Gabilondo, a quien le espera el muy merecido sillón del Defensor del Pueblo, son los mismos que impusieron unas listas sin fuste confeccionadas no en función de méritos acumulados, sino de contrastados criterios colindantes con el amiguismo de la peor especie; los mismos que, en un alarde de desprecio a la democracia interna, se han negado sistemáticamente a hacer públicos los resultados de las primarias celebradas en las agrupaciones para elegir a los candidatos a diputados regionales que configurarían la lista definitiva y en cuyos puestos de salida aparecen personas muy cercanas a Sánchez, Simancas y el propio Gabilondo; los mismos que desecharon todo el trabajo desarrollado por los cuadros del PSOE madrileño para incorporar las sugerencias de militantes y simpatizantes al programa electoral; los mismos que presionaron a Manuel de la Rocha para que dejara vía libre a Pepu Hernández con el argumento de que sería muy malo que perdiera las primarias el candidato del presidente del Gobierno; los mismos que perpetraron la anomalía institucional de situar como delegado del Gobierno en la CAM al líder de los socialistas madrileños, José Manuel Franco, en una suerte de anacrónica recuperación de la Secretaría General del Movimiento.
En fin, lo dicho, volveremos a ocuparnos del PSOE de Madrid, una organización de cerrajeros que hace ya demasiado tiempo se perdió el respeto a sí misma.
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