Según explicaba Joseph Epstein (Chicago, 1937), en un momento determinado de la historia, la sociedad dejó de ver la juventud como una fase transitoria de la vida, una etapa que todos debían dejar atrás. En su lugar, se comenzó a idolatrar la juventud, a otorgarle un elevado estatus moral. Triunfó así la adolescencia, convirtiéndose en una condición permanente.
Este cambio crítico de la psicología social suele situarse en las décadas de los 60 y 70, pero hay quien se remonta mucho más atrás en el tiempo, y apunta a que el proceso de trasformación se inicia con el final de la Primera Guerra Mundial.
De hecho, Stefan Zweig describía en El mundo de ayer el súbito cambio de mentalidad que tuvo lugar en el periodo de entreguerras
“La generación entera decidió hacerse más juvenil, todo el mundo, al contrario del mundo de mis padres, estaba orgulloso de ser joven; de pronto desaparecieron las barbas, primero entre los más jóvenes y, luego, entre los mayores, que imitaban a los primeros para no parecer viejos. La consigna era ser joven y vigoroso (las negritas son mías) y dejarse de apariencias dignas y venerables. Las mujeres tiraron a la basura los corsés que les apretaban los pechos, renunciaron a las sombrillas y los velos, porque ya no temían al aire y al sol, se acortaron las faldas para poder mover mejor las piernas cuando jugaban a tenis y ya no se avergonzaban de dejarlas al descubierto y exhibirlas. Los hombres llevaban bombachos, las mujeres se atrevieron a montar a caballo como los hombres, nadie se tapaba ni se escondía de los demás. El mundo se había vuelto no sólo más bello, sino también más libre.”
Súbitamente, todo lo viejo fue desechado. Y las nuevas generaciones, con su incontenible entusiasmo liberador, arrastraron consigo a padres y abuelos
No cabe duda de que, sea cual sea la fecha en la que se inicia, este cambio se consumó hace ya tiempo. En principio, tal y como el propio Zweig lo percibió en su día, supuso más libertad. Gente de toda condición se liberó de los viejos tabúes que habían atenazado a las generaciones precedentes. Y lo hicieron, en buena medida, porque unos y otros culparon a las viejas tradiciones y dogmas de la catástrofe de la Gran Guerra. Así, súbitamente, todo lo viejo fue desechado. Y las nuevas generaciones, con su incontenible entusiasmo liberador, arrastraron consigo a padres y abuelos.
También Zweig, en cierta forma, se vio arrastrado por el optimismo de aquella fuerza transformadora. Desde la ingenuidad inherente a la visión alucinada, y privado de la perspectiva del tiempo, se dejó seducir por el vendaval de la posmodernidad, convencido de que aquel cambio sería una garantía para que Europa no volviera a cometer los mismos errores que desembocaron en las matanzas a escala industrial de 1914.
Las nuevas generaciones creyeron que, al erradicar el viejo principio de Autoridad, erradicaban a su vez cualquier peligro de autoritarismo. Pero todos estaban equivocados
Desgraciadamente, pronto comprobaría que aquel exceso de optimismo era un grave error. Sin embargo, quizá nunca llegó a comprender que el auge de los totalitarismos de la década de los 30 y la demolición del viejo orden, que se produjo apenas una década antes, estaban íntimamente relacionados. Como él, las nuevas generaciones creyeron que, al erradicar el viejo principio de Autoridad, erradicaban a su vez cualquier peligro de autoritarismo. Pero todos estaban equivocados.
Tuvo que ser Hannah Arendt quien, años después del suicidio de Zweig, arrojara luz sobre el enigma y explicara que la autoridad de los padres, es decir, de la familia tradicional, había servido históricamente como modelo para muchas formas de jerarquía y gobierno. Por lo tanto, al remover el viejo orden y estigmatizar todo lo “viejo”, también esta forma de autoridad ancestral se vio cuestionada. Su decadencia supuso que todas las metáforas aceptadas en las relaciones de autoridad perdieran su valor. Por eso, en opinión de Arendt, hoy ya no estamos en condiciones de saber qué es verdaderamente la autoridad.
Muchos de los sucesos sociológicos que hoy nos sorprenden, entre los que ocupa un lugar destacado lo sucedido en Cataluña, hunden sus raíces más allá de la política y de los grupos de interés que emanan de ella. Tienen también un fuerte componente de infantilismo
Muchos de los sucesos sociológicos que hoy nos sorprenden, entre los que ocupa un lugar destacado lo sucedido en Cataluña, hunden sus raíces más allá de la política y de los grupos de interés que emanan de ella. Tienen también un fuerte componente de infantilismo y, en consecuencia, de pérdida del sentido de la Autoridad. El llamado “derecho a decidir” es una de las expresiones más "luminosas" del nuevo pensamiento posmoderno. En nuestro tiempo nadie parece dispuesto a aceptar que su vida pueda estar condicionada más allá de sus deseos, que lo que uno sea, individual o colectivamente, no pueda ser elegido a voluntad, aun cuando esta voluntad vaya contra la más incontestable evidencia o, incluso, el rodillo inapelable de la Historia. Los individuos interpretan cualquier negativa a sus deseos como autoritarismo.
En el fondo de todos los shocks que nos regala este mundo posmoderno está, como diría Danesi, el espejismo de una fuente de la juventud disponible para todos que ha erradicado la figura del viejo sabio, con aquella autoridad implícita que toda la comunidad, o la familia, aceptaba tácitamente, sin violencia ni coacción. Hoy, la gente ve en la realidad una imposición; peor aún, una agresión a su existencia, y busca consejo en los medios de comunicación, psicólogos, libros de autoayuda... en lugar pedirlo a sus mayores. Pero estos "expertos" difícilmente pueden sustituir a los padres y a los abuelos. Por eso el mundo parece volverse cada vez más adolescente. Pero sin el viejo coraje de la juventud.