Quien haya tenido hijos hace relativamente poco estará al tanto del concepto “padres helicóptero”. Los padres, y sobre todo madres, helicóptero son aquellos que tienen la imperiosa necesidad de supervisar todos y cada uno de los aspectos de la vida de sus hijos. Les hurtan independencia llevados por el deseo de evitarles cometer errores. En primaria revisan sus mochilas, su agenda y hacen los deberes con ellos. En secundaria fiscalizan todas sus amistades y hablan con el entrenador del equipo para que los saque más minutos al campo. En bachiller siguen haciendo los deberes con (por) ellos, los acompañan a las pruebas de selectividad y les hacen la matrícula de la universidad. Puede sonar a chiste, pero hay quienes incluso solicitan revisión de examen al profesor en lugar de sus hijos. Luego nos preguntamos por qué somos una sociedad tan infantilizada.
Se empieza multando a los adultos que deciden no usar el cinturón de seguridad y se acaba prohibiendo fumar en las playas de Barcelona
Ahora bien, no podemos culpar a los padres de todo: donde no ellos no llegan, lo hace el estado. Este lleva excediéndose progresivamente en sus funciones como la marea en las playas del Cantábrico, sin prisa, pero sin pausa. Se empieza multando a los adultos que deciden no usar el cinturón de seguridad y se acaba prohibiendo fumar en las playas de Barcelona. No me malinterpreten, no sólo no soy fumadora: odio con todas mis fuerzas respirar humo de tabaco ajeno. Pero hay una serie de cosas que uno debería hacer -o no hacer- por respeto a los demás, y no porque lo prohíba o favorezca la ley. Si hay gente muy cerca de mí, y me consta que les llegará el humo de mi tabaco, puedo hacer dos cosas: o no fumo, o me alejo. Lo mismo, por cierto, para la musiquita de los móviles y altavoces (puestos a prohibir, habría preferido que empezaran por ahí).
La pregunta es, ¿qué fue antes, el huevo o la gallina? ¿la infantilización o el estado helicóptero? La progresiva masificación de las ciudades no ha ayudado: destruye vínculos comunitarios y crea individuos atomizados. En los pequeños círculos sociales se aprende de forma natural las normas básicas de convivencia entre personas: familia extendida, grupo de amigos, colegio, personas que se reúnen para practicar deportes o hobbies comunes, parroquias, etc. En la medida en que los vínculos se diluyen, y somos sólo uno más dentro de una masa, la tentación de hacer uno de su capa un sayo aumenta. Y aumenta también porque se nos vende la libertad individual como la cúspide de la felicidad, y no como algo que ejercer con responsabilidad. La consecuencia, irónicamente, es que el estado va incrementando progresivamente su control sobre el ciudadano, burocratizando y legislando a cascoporro.
Se quejaba de que toda la normativa urbanita ecologista les impedía tener los montes limpios. El urbanismo ecolo-jeta es uno de los mejores ejemplos de esta mezcla de infantilismo y estatismo que nos aqueja
Todo esto tiene muchas (demasiadas) consecuencias. Solemos caer en ellas cuando tenemos que hacer trámites burocráticos o tratamos de sacar adelante cualquier tipo de iniciativa, desde arreglar una fachada hasta crear una pequeña empresa. Hace unos días esRadio entrevistaba a la alcaldesa de Santibáñez del Val (Burgos), uno de los municipios más afectados por los incendios estivales. Se quejaba de que toda la normativa urbanita ecologista les impedía tener los montes limpios. El urbanismo ecolo-jeta es uno de los mejores ejemplos de esta mezcla de infantilismo y estatismo que nos aqueja. El urbanita, preocupado por las plantas y los animalitos, no tiene mayor conocimiento de estos que el que haya podido adquirir viendo películas de Disney. Antropomorfiza la flora y la fauna, creyendo que en ella rigen las leyes del paraíso terrenal, en donde el lobo y el cordero dormían acurrucados uno junto al otro. En su intento por protegerlos, desde Madrid o Bruselas derramará leyes y ordenanzas sobre lo que se puede hacer y lo que no en el campo. Hermano sol, hermano lobo. Mientras, este último devora el ganado en invierno, así como devora ahora el fuego nuestros bosques y campos. Qué ganas de mandarlos a todos un tiempo a ordeñar vacas y a labrar la tierra. Ahí lo dejo.
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