Fue mi admirado Alfredo Pérez Rubalcaba, una de las cabezas más brillantes que ha dado la política española y también uno de los tipos con más lecturas en su haber con los que he tenido la suerte de trabajar, quien utilizó por primera vez el término “Gobierno Frankenstein” para bautizar la operación con la que fantaseaba el Pedro Sánchez en 2016: construir un gobierno que aglutinase los 85 escaños que acababa de obtener el PSOE con los 45 de Podemos y ya con ellos en el bolsillo camelarse a nacionalistas e indepes de todo pelaje para descabalgar al PP de Rajoy, que por cierto había obtenido 137 escaños en esas mismas elecciones.
Rubalcaba, más amigo de Quevedo que de Góngora dejó una frase lapidaria que sirvió como epitafio de ese proceso: «Pablo Iglesias no puede seguir jugando con la gente y decir que hay posibilidad de un gobierno de izquierda cuando no es verdad»
Aquel de 2016 era sin duda otro PSOE, uno que no entendía legítimo apoyarse en partidos independentistas para lograr el gobierno, uno que creía que por encima de la legítima razón de partido estaba la sin duda superior razón de estado, uno que como no se cansaba de repetir el aitite Ramón Rubial a muchas generaciones de jóvenes socialistas, «primero está el país, después el partido, y al final, si acaso uno mismo»
Rubalcaba o Rubial son solamente referencias nominales desprovistas de toda carga política para un PSOE en el que la militancia se ha transformado en juegos florales y la ideología en paisaje
Cuatro años hace de ese punto de inflexión en el partido hegemónico de la izquierda española, cuatro años tras los que el patrocinador de una mayoría construida para una moción de censura se convirtió en una mayoría de investidura, cuatro años tras los que Alfredo Pérez Rubalcaba o Ramón Rubial son solamente referencias nominales desprovistas de toda carga política para un PSOE en el que la militancia se ha transformado en juegos florales y la ideología en paisaje.
Como ya sabía Rubalcaba en 2016, no es buen negocio construir un gobierno sobre los frágiles mimbres del independentismo y del nacionalismo; el apoyo de hoy, razonable de precio y holgado de sisa, tiende a apretarse a las primeras de cambio poniendo en peligro costuras e hilvanes, provocando un peligro cierto de dejar compuesto y sin traje al más elegante emperador en el momento más comprometido.
¿ Y a que viene todo esto, se preguntarán ustedes? Pues vamos con ello.
La otra alarma
Las primeras señales de alarma para el ejecutivo de Sánchez se produjeron hace ya un par de semanas, su principal y más leal socio en el independentismo catalán, los republicanos de ERC anunciaban que ya se encontraban más cerca del “no” que del “si”, y pusieron sobre la mesa que condicionaban su apoyo a una reversión inmediata al gobierno catalán de las competencias asumidas por el gobierno central.
Tras este toque de atención, a ellos se unió ayer mismo el lehendakari Urkullu mediante un aviso al mejor de Sabin Etxea, esto es, pidiendo a Sánchez mediante nota de prensa ad-hoc que replantee el Estado de alarma y aplique la legalidad ordinaria con el fin de "garantizar la salud pública y el retorno paulatino a la normalidad institucional".
Indepes y nacionalistas
La conclusión de estos dos toques de atención solo puede ser una: La mayoría que otorgó la investidura al gobierno PSOE-Podemos está rota y consecuentemente Sánchez solo puede ya contar con los votos de los partidos que conforman el ejecutivo, los esteroides indepes y nacionalistas ya no forman parte de la ecuación.
Se abre un nuevo escenario en el cual si el gobierno desea que el estado de alarma prosiga y sus decretos se convaliden, no le queda otro remedio que negociar con PP y Cs. Y hablo de negociar de verdad. La opción de ir a una votación de hechos consumados sin sentarse previamente con ambos partidos sería una irresponsabilidad de cuyo resultado solo sería culpable el propio Gobierno.
Solo existe una soledad mayor que la del corredor de fondo, la del doctor Frankenstein cuando se da cuenta de que los miembros que formaban parte de su criatura comienzan a desprenderse de ella, dejando a invento e inventor a merced de los enfadados vecinos de Darmstadt, que como todo el mundo sabe es el pueblo más cercano al castillo donde se desarrolla el drama contado por Marry Shelley.
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