Era jueves. El reloj no había marcado las doce de la noche, faltaban unos diez minutos. Yo estaba en la cama, perdida bajo el nórdico y repasando el día por teléfono, cuando sonó el timbre de casa. Pegué un respingo, el corazón me dio un vuelco y le pedí a mi madre que aguantara al otro lado del cable por si se trataba de algún extraño. Me levanté con sigilo y casi levitando me acerqué a la puerta y pregunté: “¿Quién es?”. Entonces, una frase, “soy Merche”, salió disparada de una voz fina y rasgada por la edad. Era mi vecina septuagenaria. Apenas la he visto tres veces en el año que llevo en este edificio de San Sebastián. La primera, cuando me pidió que le ayudara porque se le había ido la luz. La segunda, una mañana en el ascensor. La tercera, ésta.
-“Merche, qué susto me has dado. ¿Qué pasa?”
-“Coge la llave. Ven. Ayúdame a quitarme esto”.
Inquieta, colgué el móvil, cerré mi puerta y fui tras ella hasta su salón. Nerviosa y temblorosa, la mujer empezó a desabrocharse la camisa con aquellos dedos vividos que buscaban juventud con unas uñas largas y puntiagudas. Ya en sujetador, me mostró un cable pegado a su espalda con diversos esparadrapos, que terminaba en una especie de cajetilla negra parecida a una radio de las de antes. “He llamado a urgencias y no me hacen caso y mis hijas me dicen que no lo toque hasta mañana que tengo la cita con el médico, pero no puedo más. Me va a dar algo si sigo con este cacharro”. Le dije que se lo quitaba sin problema pero que no quería que aquello le provocara algo todavía peor que la angustia que ya padecía. Insistió en que la ayudara y, poco a poco, fui soltando aquel Holter, aquella máquina que le habían colocado, supuse, para registrar el ritmo de su corazón. Ya sin eso encima, se quedó más tranquila. Sin embargo, todos sabemos cómo es la noche, así que le repetí varias veces que me llamara para lo que fuera, que estaría pendiente del timbre, que estaba con ella. Me abrazó fuerte al despedirse y me dio las gracias.
Al día siguiente toqué su puerta y escuché el ruido que hace la mirilla al abrirse cuidadosamente como cuando no quieres que te sientan
El episodio me provocó cierto desasosiego. “Se han perdido los afectos”, pensé. Ya no sabemos ni siquiera quién vive al otro lado de nuestra pared. Cuántos mayores solos no tienen a quién recurrir a altas horas de la noche, a altas horas del día. Me acosté con su nombre dando vueltas en la cabeza. Al día siguiente toqué su puerta y escuché el ruido que hace la mirilla al abrirse cuidadosamente como cuando no quieres que te sientan, pero nadie respondió. No es una historia pegada a la actualidad. No es noticia la soledad en la noche, aunque debería serlo.
Tampoco ocupó titulares, durante muchos años, la salud mental. Ha tenido que pasarnos por encima una pandemia para que estas dos palabras resuenen en el Congreso de los Diputados o las pronuncie el presidente del Gobierno de turno. Esta semana se ha celebrado su Día Mundial. Fue el lunes, 10 de octubre. Hasta hace un tiempo ni lo sabíamos, ni nos importó, ni se hacían, como ahora, manifestaciones en las ciudades para pedir mayor inversión en una materia que afecta cada vez a más y más gente. Lo vemos, con frecuencia, en nosotros, en nuestro entorno, pero también la ansiedad, la depresión, las ganas de acabar con todo, sacuden a aquellos cuya existencia ni recordamos. Leo con estupor esta información: “La mitad de los niños y niñas en Gaza sufre problemas de salud mental. Los que han cumplido 15 años no saben lo que es la vida sin bloqueo y han experimentado el horror y la violencia de las ofensivas hasta en cinco ocasiones. El trauma permanente es indescriptible”.
Según la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios, un tercio de la población de la Franja, necesita ayuda psicológica. Y si ya es difícil pedir auxilio en un país como el nuestro en el que las listas de espera para la sanidad pública son infinitas -según un informe del Defensor del Pueblo, sólo hay seis psicólogos clínicos por cada 100.000 habitantes y una sesión por lo privado cuesta en torno a 70 euros– no quiero ni imaginar lo que debe ser en ese lugar olvidado convertido en una especie de ratonera sin salida, desde hace ya demasiado tiempo. Con sirenas, ambulancias, bombardeos y sin agua, sin luz… sin ningún aliciente que llevarse a la boca. Sin presente, sin futuro.
También allí es larga la sombra de la soledad en la noche y extremadamente prolongada durante el día. Y no hay ni siquiera armas para eliminarla. Porque si aquí tratar la salud mental es un privilegio al alcance de muy pocos, en lugares como Gaza se convierte en algo todavía peor, en algo inexistente, en una hormiga minúscula en un pozo que no tiene fondo.
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