El proceso separatista ha llegado a tal punto de locura que no se vislumbra más salida que la vuelta al orden constitucional. Incluso aquellos que defendían su éxito, llaman ahora a repensarlo, a moderarse, en suma, a frenarlo. ¿Todos? ¡No! En una aldea belga hay un señor que se resiste a aceptar la realidad.
Nadie quiere a Puigdemont
A Carles Puigdemont se le han acabado las cartas. Enrocado en el dorado refugio de Bruselas, su esperpéntica actuación le ha llevado a un aislamiento tremendo dentro del mundo independentista. A pesar de que todos lo ensalcen públicamente, no sea que la masa de creyentes aborregados les pidiera cuentas por el tremendo engaño que le han hecho tragar, en privado o través de insinuaciones públicas se le está diciendo que lo deje, que se enfrente a sus problemas legales y se aparte para que Cataluña pueda seguir. O, lo que es lo mismo para la tropa separatista, que deje de tocar lo que no suena, permitiéndoles continuar regentando el próspero negocio que inauguró en su día Jordi Pujol, que de eso va la cosa. De poder, dinero y el tres por ciento.
Los constitucionalistas nunca podrán agradecer lo suficiente a Artur Mas y a su heredero, Carles Puigdemont, el enorme descrédito en el que han sumido al nacionalismo catalán. Si el primero fue quien, por puro y erróneo cálculo político y personal, metió al país en el despropósito procesista, el otro, con la arrogancia del ignaro y la soberbia del pueblerino, no ha hecho más que darle la puntilla. Tanto esperpento, tanto histrionismo, solo contentan a las gentes bien de siempre, a los que con Pujol se sentían superiores a los charnegos, a esa masa que, en caso de existir un partido independentista de extrema derecha, formarían todos como un solo hombre detrás del mismo. Racistas, misóginos, anti demócratas, conservadores de pueblo de los que llevan el crucifijo en una mano y la escopeta en la otra, el electorado ex convergente que aún retiene Puigdemont no le permite, sin embargo, ni ser la fuerza más votada ni el partido hegemónico catalán. Los tiempos del padre padrone Pujol han pasado. Estamos asistiendo a sus últimos compases.
Ya no hay caceroladas en su honor, ni manifestaciones monstruo pidiendo su regreso, de la misma manera que los que mangonean en las filas separatistas tienen previsto arrojarlo a la papelera de la historia
De ahí que Esquerra, que se considera heredera del nacionalismo de barretina y costellada de los convergentes, haya decidido soltar lastre y abandonar a la figura, más patética que otra cosa, del ex President. Ya no hay caceroladas en su honor, ni manifestaciones monstruo pidiendo su regreso, de la misma manera que, tras este último momento de gloria coincidente con su investidura, los que mangonean en las filas separatistas tienen previsto arrojarlo a la papelera de la historia, la misma a la que la CUP llevó a Artur Mas. Allí podrán contarse muchas cosas, sin duda, pero ya lejos del fragor político diario. Son ceros a la izquierda.
Las victorias de Puigdemont han sido puramente pírricas, éxitos efímeros de quien está más que amortizado. Le dejan hacer burradas porque saben que ya le queda poco tiempo. Ni el PDeCAT ni el resto de partidos que conforman el bloque del golpe de estado separatista lo quieren como President, ni aquí ni en Bruselas. La ley de aquí se ha impuesto a la invención absurda de allí. Su soledad es total, su capacidad de maniobra, mínima. Por carecer, carece hasta de dinero. Los de Junts per Catalunya andan ya pordioseando con el PDeCAT para que este les dé la mitad de los ingresos que obtendrán mediante el grupo parlamentario. Aunque habían pactado que Puigdemont hacía la lista a su capricho a cambio de no ver un duro, ahora las luminarias del ex President se dan cuenta de que con sonrisas, canciones y lacitos amarillos no se costea el tren de vida que lleva el fugado y sus colegas en la capital belga. Hay quien ya augura la ruptura, dando por cierto que, tras la investidura, Junts per Catalunya irá por su lado, mientras que los del PDeCAT harán lo propio.
Bien podría entonar Puigdemont aquella vieja canción de taberna que dice “Nos han dejao solos a los de Tudela, por eso cantamos de cualquier manera”.
Se necesita President
Esa es la cuestión. Una vez aclarado que las investiduras telemáticas no son posibles – ni lógicas, ya que estamos -, que no se puede uno pasar la vida reinterpretando reglamentos y leyes, que la gente está francamente cansada de tanto teatrillo de aficionados, los estrategas independentistas están por dejar que el fugadísimo se acabe de quemar, erigirle una estatua – nadie como los catalanes para enterrar políticamente en medio de homenajes y alabanzas – y continuar con la mamandurria, mareando la perdiz al Estado con ese continuo tira y afloja, mercadeando con sus votos y viviendo como no podrían hacerlo si tuviesen que trabajar honradamente como cualquier hijo de vecino.
Para eso, claro está, necesitan a alguien que se ponga al frente de la compañía de circo chino de Manolita Chen que tienen organizada. Hay muchos que viven de esto y no es cosa de perder el chollo. Oriol Junqueras, Forn o Jordi Sánchez están en la cárcel y parece que por bastante tiempo; los dos Turull, atracción de moda en las pistas circenses más rocambolescas, no tienen talla o inteligencia para ser ni encargados de papelería; la ínclita señora Forcadell aspira solamente a cobrar un buen sueldo público hasta su jubilación – en cinco o seis años se irá a casita llevándose una paga mensual que para sí quisieran los jubilados españoles -, y el resto de aspirantes son Bulgaria con V.
¿Acaso Artadi no es la máxima persona de confianza de Puigdemont? ¿No es Pujol su mano derecha? Pues sí, pero recuerden a César y Bruto
Quedan Pujol y Artadi, a los que ya hacíamos referencia en otro artículo. Pero esos, ¿no forman parte del círculo más íntimo del ex President? ¿Acaso Artadi no es la máxima persona de confianza de Puigdemont? ¿No es Pujol su mano derecha? Pues sí, pero recuerden a César y Bruto. La traición en política ni es cosa nueva ni asunto que no menudee, y menos en estos pagos.
Al cesado President le sucede justo lo que advertía Virgilio acerca de que quien no puede tener influencia con los dioses, busca obtenerla con los infiernos. La facundia que ha presidido la vida política en Cataluña los últimos años, le va a pasar una factura tremenda al ex alcalde de Girona. Se ha creído que España era de trapo, Europa una banda de ilusos, la Constitución el prospecto de un antitusivo y el electorado su cortijo. La realidad le ha superado. Nadie le concede el menor crédito, como no sea para reírse un rato a costa de esos españoles, que hay que ver que lío tienen organizado con los cuatro locos catalanes. A Puigdemont ya ni se le nombra y, cuando acabe ese último sainete de si lo invisten o no, desaparecerá para siempre. Está condenado a ello, aunque acabase por entregarse a la justicia española. No volverá a presidir nada ni a ser el símbolo de algo que no sea la locura y el autoengaño.
Los libros de caja, que son los que desde siempre han gobernado Cataluña contabilizados por las mismas cien familias de toda la vida, dan por terminado el episodio secesionista y no quieren más follones. Lo que buscan es algún político medianamente razonable, que no tenga problemas judiciales y sepa escuchar los consejos que emanen del Foment del Treball. Ahora lo que toca es que vuelvan algunas de las grandes empresas que se fueron – empeño difícil, pero no imposible -, que finalicen determinadas infraestructuras para mejorar la competitividad de la región como la estación del AVE en Sant Andreu, el corredor mediterráneo o la reestructuración de la Zona Franca y el puerto de Barcelona, aumentar el turismo y dejarse de pavadas como la república catalana o las CUP.
Es así, siempre lo ha sido, la contabilidad es quien dictamina la política aquí y en Pernambuco. Lo que uno se pregunta, como también hacía Josep Borrell el día de la manifestación de Societat Civil, es como ha sido posible que estos señores empresarios no hayan movido ficha hasta ahora. Nos habríamos ahorrado -ellos también – muchos problemas. Dejar solo a Puigdemont en este momento solo confirma, una vez más, que la política no tiene ideología. Solo dos columnas, debe y haber. Puigdemont hace tiempo que está en números rojos.
Miquel Giménez
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