El mensaje del Rey nos ha dejado patente una triste realidad: solo nos queda su persona y lo que simboliza. Ante el egoísmo, la irresponsabilidad y el ímpetu ciego de revestir de democrático cualquier cosa que a Sánchez le permita mantenerse en el poder, nos quedan las palabras que pronunció en la noche del 24. No es la primera vez. Ahí estuvo el 3 de octubre de 2017 ante la ineptitud del gobierno de Rajoy, absurdamente maniatado por la semilealtad del PSOE de Sánchez y el oportunismo del Ciudadanos de Rivera.
¿Cómo es posible que palabras como convivencia y entendimiento, o ideas básicas como la de que la Constitución y el Estado de Derecho son las únicas vías para resolver problemas, hayan quedado obsoletas? ¿Cómo es posible que estemos agradecidos porque el Rey las recuerde? Es fácil: vivimos en crisis política desde hace cinco años donde lo anormal se ha convertido en normal.
Un candidato a la presidencia del Gobierno tiene que unir, no separar; debe procurar la creación de riqueza, no estar satisfecho con el empobrecimiento; ha de generar confianza, no pesadillas. ¿Y qué decir de sus socios preferentes? Comunistas, republicanos e independentistas. No me canso de escribirlo: la Historia verá este tiempo como el más estúpido y cainita de esta democracia que nos ha dado -no le quiten importancia-, un bienestar que solo creíamos en sueños.
No olviden que lo primero que hacen los comunistas es asaltar la administración en sus puntos clave, como la Economía, la Justicia, Interior, Exterior y Defensa. Damos ya por perdida la Educación y los medios de comunicación. Eso pasó en la Europa del Este entre 1944 y 1948, cuando los comunistas se hicieron con el poder participando inicialmente en gobiernos de coalición. Estamos en otro tiempo, pero el mecanismo es el mismo: aprovecharse de la debilidad del Gobierno y de la ambición de políticos mediocres.
Los mismos socialistas que en 2016 defenestraron a Sánchez porque iba a pactar con comunistas e independentistas hoy callan o aplauden
La clave de cualquier régimen representativo es la clase política. Hay analistas, incluidos historiadores metidos a presentistas aleccionadores, que piensan que la estabilidad de una monarquía constitucional y parlamentaria depende del comportamiento del Rey. Es un tópico tan vanal como ideológico; es más, es la típica añagaza del procedimiento análitico marxista: primero la conclusión, y luego la argumentación.
Son los dirigentes de los partidos quienes dan vida a una Constitución, a su reparto de poderes, al respeto a la legalidad y a su espíritu. Son esos políticos quienes pueden dar estabilidad parlamentaria y gubernamental, o bien hacerla imposible. Hablo de ese filibusterismo que trasciende a las cámaras de representación, y que se extiende a poner obstáculos a la Justicia, o a dictar a los medios lo que deben decir y cuándo.
Esa idea de que el carácter del Rey desciende hasta condicionar al pueblo es tan vieja como la revolución; es decir, es el añejo argumento de los republicanos. Todos los teóricos y divulgadores de la idea de Decadencia de España ahondaban en esa idea: que buen pueblo si tuviera buen señor. Es el viejo truco de los demagogos que habitan en todos los partidos, a veces camuflados en falsos profesionales de las ciencias sociales, y cuyo objetivo es manipular -influir, lo llaman- a la opinión pública.
La responsabilidad de que Pedro Sánchez forme un gobierno destinado a terminar con la democracia liberal de la Constitución de 1978 es solo suya y de ese PSOE que se queja con la boca chica aferrado a su sillón territorial. Es esa clase política que, cegada por la ambición y el corto plazo, se somete al chantaje del catalanismo independentista y del propio PSC. Son esos dirigentes que creen que se pueden modernizar las estructuras del Estado de espaldas a media España, a la constitucionalista.
Los mismos socialistas que en 2016 defenestraron a Sánchez porque iba a pactar con comunistas e independentistas hoy callan o aplauden. Sánchez será presidente porque esa clase política así lo decide, no por designación de un Rey que sigue a pie juntillas la letra constitucional, y que recuerda, azorado, el espíritu que constituyó el régimen. Nos queda el Rey, pero no va a ser suficiente.
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