El auto del magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, Pablo Llarena, que dicta el procesamiento de los dirigentes secesionistas por delitos de rebelión, desobediencia y malversación ha sacudido la situación política en Cataluña. La posterior detención en Alemania de Carles Puigdemont el pasado domingo elevó aún más la tensión en una sociedad dividida y convulsa. Algún comentarista ha comparado los recientes acontecimientos a un seísmo político de máxima intensidad que ha alterado dramáticamente el escenario político catalán. La deseable vuelta a la normalidad institucional y civil se antoja poco menos que imposible en estos momentos.
Las reacciones y protestas airadas en el campo independentista son las que cabía esperar. Llevan meses hablando de presos políticos y exhibiendo los lacitos amarillos; ahora con la detención de Puigdemont y la reactivación de las órdenes de detención contra los demás fugados, asistimos al repunte de la campaña de propaganda contra el supuesto autoritarismo del Estado español, tanto en las redes sociales como en un sector de la prensa internacional. Nada que no viéramos en octubre pasado. Las palabras de Roger Torrent denunciando el auto de procesamiento y las medidas cautelares como un ataque al ‘corazón de la democracia’ y a los derechos políticos abundan en lo mismo. El desprecio por la legalidad y el uso partidista de las instituciones, sin el menor recato por su papel institucional, marca una línea de continuidad con su antecesora en el cargo y con lo que ha sido el procés. Cuando pretende hablar en nombre de Cataluña, Torrent ignora siempre a los parlamentarios constitucionalistas y a la mitad por lo menos de los ciudadanos catalanes. Nada nuevo, como digo.
Llarena relata de forma meticulosa cómo las autoridades autonómicas, abusando de su poder, formaron parte de un plan para derrocar el orden constitucional, algo sin parangón, como señala, en otras sociedades democráticas"
Fuera del independentismo, no faltan voces que critican o lamentan la ‘judicialización de la política’. Al coro se ha sumado hace unos días un ex presidente del gobierno, quien alertó sobre el ‘gobierno de los jueces’, además de pedir por favor al juez Llarena que no mandara a prisión a Turull y al resto de encausados. Otros vienen reclamando desde hace meses que la solución no puede ser penal o judicial. La solución, como dicen, ha de venir de la mano del diálogo y de la política. Que la solución al conflicto ha de ser política resulta tan obvio que no se entiende el énfasis o la relevancia que se le atribuye. Por ello hay que reparar en el contraste implícito o expreso que se traza con la supuesta ‘solución judicial’, bien para subrayar su insuficiencia o para rechazar abiertamente las actuaciones judiciales. En el segundo caso quizá no se anda lejos del ‘pongamos la política en el centro, es la hora de la política’, con que cerraba Torrent su declaración institucional.
Ya sabemos lo que entienden los independentistas y sus compañeros de viaje por soluciones políticas. Los seis años de procés han dado sobradas pruebas del modo en que han puesto la política por encima de la ley, usando las instituciones autonómicas para violentar el orden constitucional y la legalidad vigente. La lectura del auto de procesamiento es bien instructiva para recordar con detalle las numerosas ilegalidades cometidas. El juez desgrana la larga lista de sentencias del Tribunal Constitucional que anulaban las resoluciones secesionistas del Parlamento catalán y que fueron reiteradamente desobedecidas durante dos legislaturas, tanto por la mayoría parlamentaria como por el gobierno de la Generalitat.
La anterior legislatura arrancó en noviembre de 2015 con una resolución sobre el ‘proceso de creación del Estado catalán independiente en forma de República’, anulada por el Tribunal Constitucional en diciembre de ese año, y culminó con los acontecimientos de septiembre y octubre. En las sesiones del 6 y 7 de septiembre el bloque independentista aprobó las llamadas leyes del referéndum y de transitoriedad jurídica, sin atender a la prohibición del TC, infringiendo el procedimiento parlamentario y conculcando los derechos de los parlamentarios de la oposición. Tales leyes suspendían de facto la Constitución y el Estatuto, en lo que ha representado el más serio atentado contra la democracia constitucional desde el 23 de febrero. Con independencia de la tipificación penal concreta, el auto resume bien la gravedad de los hechos:
“Por todo ello, este proceso hace frente a un ataque al Estado Constitucional que, con la voluntad de imponer un cambio en la forma de gobierno para Cataluña y del resto del país, integra una gravedad y persistencia inusitada y sin parangón en ninguna democracia de nuestro entorno, más aún por haberse desplegado aprovechando las facultades políticas y de gobierno que la propia Constitución otorga precisamente para la garantía de los derechos de todos los ciudadanos de esta Comunidad Autónoma”.
Llarena relata de forma meticulosa el modo en que las autoridades autonómicas, abusando de los poderes y recursos públicos a su disposición, formaron parte de un plan concertado con partidos y asociaciones soberanistas para derrocar el orden constitucional, con los riesgos que ello entrañaba para la convivencia y los derechos de los ciudadanos. Si nos atenemos a la definición de Hans Kelsen, lo ocurrido en Cataluña puede calificarse sin exageración como un golpe de Estado. Algo sin parangón, como señala, en otras sociedades democráticas.
Ya sabemos lo que entienden los independentistas y sus compañeros de viaje por ‘soluciones políticas’. Los seis años de procés han dado sobradas pruebas del modo en que han puesto la política por encima de la ley"
Por ello hay que preguntarse por lo que piden quienes reclaman una solución política, contraponiéndola a la actuación de los tribunales. Por supuesto, conocemos bien lo que buscan los independentistas cuando invocan soluciones políticas. Llevan años ignorando las leyes y las resoluciones judiciales con el objetivo de romper el orden constitucional; ahora pretenden que las acciones de sus dirigentes queden exentas de cualquier responsabilidad penal. “Ningún juez tiene legitimidad para perseguir al presidente de todos los catalanes”, declaró Torrent haciendo alarde de ese legitimismo sui generis al que se han aficionado. En el mundo encantado del independentismo la verdad está en el revés de lo que afirman: Puigdemont no es presidente, los jueces actúan con independencia y están defendiendo, no atacando, el ‘corazón de la democracia’.
Ahí radica el quid de la cuestión: sin legalidad no hay solución democrática. Precisamente leía estos días, coincidiendo con el auto de Llarena, el luminoso libro de Piero Calamandrei Sin legalidad no hay libertad. El jurista italiano explica que no puede existir libertad política sin la certeza que ofrece el Derecho, que regula por medio de normas generales y públicas, aplicadas por tribunales independientes, las relaciones entre ciudadanos, así como la de estos con las autoridades. La ley nos permite actuar conociendo cuáles son nuestros derechos y sus límites. Por lo mismo, tampoco cabe imaginar la igualdad que define a una sociedad democrática sin el principio de legalidad, esto es, sin la sujeción de todos a la misma ley, incluidos aquellos que ocupan posiciones de autoridad. Es la idea matriz del Estado de Derecho, que opera como un mecanismo de control sobre los gobernantes y garantiza así las libertades de todos.
Habrá que seguir repitiendo, frente a quienes reclaman soluciones democráticas, que no hay solución política al margen de la ley o fuera del orden constitucional. Porque sin Estado de derecho no hay democracia, y eso significa que los jueces que defienden la legalidad están defendiendo la democracia, como es su deber. En los turbulentos años veinte Kelsen señaló que una democracia sin mecanismos de control es insostenible y sabía por experiencia de lo que hablaba. Por eso dejó escrito un aviso que no podemos ignorar sin peligro: ‘El desprecio de la autorrestricción que impone el principio de legalidad equivale al suicidio de la democracia’.
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