Quizá ustedes recuerden una película que cuando se estrenó, en 1989, a mí me pareció extraordinaria: Mi padre, dirigida por Gary David Goldberg. En ella, un todavía joven y eficacísimo Ted Danson mantiene un asombroso duelo de interpretación nada menos que con el inmenso Jack Lemmon. Danson es un importante y ocupadísimo ejecutivo. Lemmon es su padre. Hace años que no se ven, pero el viejo padece un extraño desarreglo mental (ha inventado una realidad paralela para sí mismo) y el tiburón financiero tiene que hacerse cargo de él.
Hay una escena para mí inolvidable. Danson tiene que participar en un encuentro con otros empresarios y tratar de un negocio importante. No sabe qué hacer con su padre y, sin pensárselo mucho, le cuela en la reunión. Comienzan todos a hablar. Frente a Danson, al otro lado de la mesa, hay un tipo que sonríe con extrema cordialidad y que trata de convencer a todos de la bondad de la operación que propone. Lemmon, que no tiene ni idea de finanzas, está sentado junto a su “hijo” y observa aquella sonrisa; sin dudarlo, toma un bloc y un boli que hay sobre la mesa y escribe, con letras muy grandes: “He’s lying” (está mintiendo). Danson, al leerlo, palidece y pone cara de “papá, por favor, para quieto”. Carcajadas en el cine. Pero el viejito tenía razón. Aquel tipo estaba mintiendo.
Prueba de vileza
Siempre me he preguntado si ciertos tipos de sonrisa delatan a los tramposos. Como es natural, no lo sé y no creo que nadie pueda asegurarlo: los juicios, las partidas de cartas y las carreras de numerosos políticos durarían poquísimo si pudiese demostrarse que cierta forma de sonreír es prueba fehaciente de vileza.
Pero miren ustedes esas caras, por favor. Llevamos varios días asistiendo al desfile mediático de un nutrido grupo de golfos muy conocidos (unos más que otros) que, ahora se sabe, inventaron trampas, sociedades opacas, triquiñuelas para evadir impuestos y quedarse con más dinero del que debían. Es decir, para robar. Todos sonríen en las fotos, en los vídeos, con inabarcable bondad, casi con ternura, con un aire de inocencia conmovedor.
Esas sonrisas se parecen todas. Fíjense. La carita de buen chico de Pep Guardiola, que había enviado de vacaciones a Andorra una pequeña fortuna, tiene algo que ver, no sé qué pero algo, con la sonrisa de garduña de nuestra entdañable Corinna Larsen. O con el rostro casi ingenuo de Miguel Bosé antes de que se volviera loco. Miren cómo sonríe el presidente de Chile, Sebastián Piñera. Observen la bondad casi franciscana de su colega de la República Dominicana, Luis Abinader, que sonríe a la cámara como si no hubiese roto un plato en su vida. Fíjense en la dulzura del gesto de Luis Garza Medina, uno de los cabecillas de los Legionarios de Cristo; el tipo que, tres días antes de que estallase el escándalo de la pederastia de su jefe, Marcial Maciel, ya estaba creando fideicomisos para poner a salvo la inmensa fortuna de la secta. ¿Se parecen o no se parecen esas sonrisas?
Que la cara es el espejo del alma. Ustedes ven una foto (o diez, o cincuenta) de Putin sonriendo, por ejemplo, y es fácil que se les pongan de punta los pelos del colodrillo, porque ese tipo da miedo
Dirán ustedes: está delirando, señor Algorri. No hay nada más fácil, ni más engañoso, que ver la perfidia en la imagen de quien ya se sabe que es pérfido. El mal está en la intención a posteriori de quien mira, no en el rostro mirado. Es fácil descubrir el mal en la cara de quien ya sabemos que es malo.
Puede ser, pero yo sigo pensando que no. Que hay un patrón. Que la cara es el espejo del alma. Ustedes ven una foto (o diez, o cincuenta) de Putin sonriendo, por ejemplo, y es fácil que se les pongan de punta los pelos del colodrillo, porque ese tipo da miedo. La sonrisa de Jorge Bergoglio (el papa argentino), sin embargo, es todo lo contrario: ese hombre es incapaz de disimular que es, como se diría en León, “un cacho de pan”. Las múltiples y estrambóticas muecas de Trump dicen, en realidad, todas lo mismo: “He’s lying”. La sonrisa, pues yo qué sé, de Abascal, se me ocurre ahora, no tiene pérdida porque eso no es una sonrisa, es una amenaza. Y la de Kiko Rivera, por poner un último ejemplo, aparte de dar un poco de susto así según la ves, refleja exactamente lo que hay en su cabeza: eso que los budistas llaman shunyata, el estado vacío de la mente.
Humilde resignación
¿Es posible identificar a ciencia cierta a un ladrón o a un sinvergüenza por su forma de sonreír? Hasta donde yo sé, todavía no, al menos con una elemental objetividad. Lo único que tenemos es la percepción, la intuición. Mi amigo Paco sostuvo siempre que Alfonso Guerra era el demonio, que no había más que verle la cara. Quizá sí, o quizá le tocó serlo. La sonrisa de Pablo Casado es de las que necesitan fisioterapia, porque la tiene encajada –siempre es la misma– y no la suelta ni debajo del agua. La de Sánchez, sin embargo, es sonrisa conocida: imita muy bien la que vemos en muchos cuadros de El Greco, cuando Cristo, la Virgen o cualquier santo miran hacia el cielo con gesto de humilde resignación. Lo que pasa es que a El Greco la cara de humildad le salía bastante mejor que a Sánchez.
En los llamados “papeles de Pandora”, este desfile de sonrisas que ocultan dentelladas a Hacienda, hay, sin embargo, algo claro: es muchísima gente. De numerosos países, creencias, ideologías y actividades diferentes. Lo único que les hermana a todos es esa peculiar, indefinible forma de sonreír que trata de disimular que ahí, detrás de esos dientes, se oculta uno de los motores que mueven el mundo: la codicia. La ambición. La avaricia. El desprecio por lo público, por el bienestar de los demás, que es lo que están destruyendo al quedarse con lo que no es suyo.
Ahora hagan ustedes una cosa, por favor. Vayan al baño o a la salita; plántense delante del espejo y sonrían. Y, mientras lo hacen, pregúntense: ¿qué habría hecho yo si hubiese tenido dinero para esconder?
Por si nos socorre en ese trance, ahí va una buena noticia: el personaje que interpreta Jack Lemmon en la película Mi padre es inventado. Y, de todos modos, Lemmon murió hace ya veinte años. Quizá eso nos ayude a tragar saliva.
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