“Mis condolencias a la familia de Jorge Fernández Díaz por la muerte de su madre. Que las diferencias no nos hagan perder los sentimientos de respeto”. El diputado de ERC Joan Tardá mostraba el lunes 17 de octubre, a través de un mensaje en Twitter, su pesar por el fallecimiento, ocurrido el fin de semana anterior, de la madre del hasta hace poco ministro del Interior. “Mi más sincero agradecimiento por tus condolencias. Más allá de las discrepancias políticas está el valor de la amistad”, respondía horas después, vía tuit y también en catalán, el propio Fernández Díaz. Cuenta gente cercana a su entorno que el exministro, confortado por sus adversarios políticos en ocasión tan señalada, se ha sentido, en cambio, abandonado por los suyos, porque ningún miembro del Gobierno entonces en funciones, desde luego no su amigo el presidente Rajoy, ni ningún representante de peso del partido, le acompañó durante el sepelio de su progenitora en la localidad navarra de Fitero. De modo que Fernández está muy dolido. Y ahora también frustrado, tras el humillante episodio que ha supuesto el rechazo de su candidatura para presidir la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso, primero, y del Tribunal de Cuentas, después. Al final, el PP ha terminado aparcándolo en una irrelevante Comisión de Peticiones, regalo que el aludido ha aceptado gustoso. A cambio, 1.431 euros mensuales a sumar a los 4.736 del sueldo de diputado, más la posibilidad de contar con asistente y coche oficial de la Cámara.
El episodio vivido estos días por el exministro, ciertamente alejado de los estándares habituales en lo que a dignidad personal se refiere, viene a ilustrar en perfecta metáfora la situación por la que atraviesa un Partido Popular de Cataluña (PPC) en el que Fernández Díaz sigue siendo, junto a su hermano Alberto, un auténtico poder fáctico, el hombre que hace y deshace en la sombra de una organización hoy irrelevante en Cataluña en términos políticos, apenas una sombra de lo que fue, carcomida por intrigas sin cuento de los de dentro, los responsables del partido en Barcelona, y por la desidia, la dejación casi criminal con la que desde Madrid se ha permitido la deriva hacia la inanidad de un partido llamado a defender la idea de la unidad de España y de los valores constitucionales justo cuando más arreciaba la presión del nacionalismo independentista. Una historia tan larga como triste que tuvo su prólogo el día en que José María Aznar decidió servir en bandeja de plata a Jordi Pujol la cabeza de un Alejo Vidal-Quadras que se había convertido en un obstáculo para el nefando comercio al que habían llegado, corrupción mediante, los partidos del turno en Madrid con el nacionalismo de derechas catalán.
A principios de esta semana, mientras Fernández Díaz comenzaba su viacrucis por el Congreso de los Diputados, en Barcelona se daba por hecho que Xavier García Albiol, coordinador general del PPC, sería nombrado secretario de Estado para el Deporte, dando así cumplimiento a los deseos de un hombre que se manifestaba ansioso por abandonar el avispero catalán. Algo pasó, probablemente alguna zancadilla de conmilitón, las más dañinas, para que semejante aspiración, que abría la puerta a la nominación de un nuevo liderazgo en el partido, se fuera finalmente al traste. La candidatura de Dolors Monserrat había quedado aparcada tras su nombramiento como nueva ministra de Sanidad, de modo que sobre las aguas estancadas del PPC empezaron a asomar tímidamente los nombres de Enric Millo y de Alejandro Fernández como candidatos a suceder a Albiol. Millo, hombre inteligente y con sustancia, podría ser ese mirlo blanco que Génova lleva tiempo buscando capaz de conectar al partido con la sociedad catalana, y de alguna forma él mismo, un superviviente nato, se ha vendido como hombre puente entre Barcelona y Madrid. Fernández es seguramente el político con discurso mejor elaborado del PPC, con las ideas claras sobre lo que habría que hacer, aunque tiene el hándicap de ser de Tarragona, que no de la elitista Barcelona, y de haberse quemado en no pocas refriegas internas.
Sobre este clima de recelo mutuo aterriza de vez en cuando una Alicia Sánchez-Camacho que prácticamente vive en Madrid, que sigue siendo presidenta del partido y que cuenta con una extraordinaria capacidad para generar toxinas cada vez que pone pie en la sede de la calle Urgell. Un puro desastre. Lo cierto y verdad es que desde el famoso incidente del restaurante La Camarga, el PPC paga las consecuencias de la ausencia total de liderazgo, dominado como está por camarillas, en realidad capillitas feudales, que se mueven como compartimentos estancos muy capaces de anularse mutuamente y reducir a la inanidad a un partido que debería estar jugando un papel clave en el actual momento por el que traviesa Cataluña. Son banderías imposibles de clasificar en términos ideológicos: ahí no hay liberales, ni conservadores, ni catalanistas, ni nada que se le parezca; son solo suspicacias a flor de piel, odios cruzados, resentimientos viejos. En tales circunstancias, es fácil imaginar que cualquier recién llegado con una idea nueva y mínimamente brillante corre el riesgo de ser tratado como un peligroso delincuente.
El "feudalismo débil" de Fernández Díaz
Partido desprestigiado, sin presencia territorial significativa y con militancia exigua y envejecida. Casi todos sus prebostes viven desde hace años del sueldo del partido, lo que explica que nadie ose levantar la voz y pedir un cambio radical -algo que debería empezar por acabar de una vez con el "feudalismo débil" (sic) de los Fernández Díaz- en este estado de cosas: nadie quiere arriesgarse a perder su condumio. El círculo se cierra con un Albiol poco dado a sutilezas dialécticas que, arropado por su pequeña cohorte badalonesa, ha renunciado a mover pieza para no poner en peligro su liderazgo. Hasta aquí, y muy a grandes rasgos, el estado comatoso de un PPC cuya situación no dista gran cosa de la que sufren otras ramas del árbol de un Partido Popular seriamente carcomido por la pavorosa desidia de un Rajoy interesado en otras cosas, vaya usted a saber cuáles. Y en esto llegó Soraya. En Barcelona aterrizó la poderosa vicepresidenta del Gobierno acompañando al rey Felipe VI, encargado de presidir la entrega de unas 'Medallas de Honor y Premios Carles Ferrer Salat', que anualmente concede la patronal Fomento del Trabajo Nacional (nacional de España, se entiende), hoy simplemente Fomento del Trabajo.
Y casi en paralelo supimos que Sáenz de Santamaría había elegido a Millo como nuevo delegado del Gobierno para Cataluña, un nombramiento que apunta bastante más alto de lo que tradicionalmente se le supone al cargo para inscribirse en la reciente y trascendental, en principio, decisión adoptada por el presidente Rajoy de hincarle el diente en esta legislatura al problema del separatismo catalán después de haberle dado la espalda durante años, cuatro de ellos con mayoría absoluta. Encargada de llevar a cabo la política de “acercamiento”, Millo, hasta ahora portavoz popular en el Parlament, será el hombre de Soraya sobre el terreno, una especie de embajador plenipotenciario obligado a tender puentes con un nacionalismo cerril que por “negociación” no entiende otra cosa que no sea la rendición del Estado a sus pretensiones. El gerundense, que siempre ha considerado el proceso secesionista un auténtico disparate, parece la persona adecuada para tan complicada tarea. Democristiano convencido (antiguo militante de Unió), se trata de un tipo hábil y dialogante, un profesional de la política que, pese a sus más de 20 años en el PPC, no provoca en la fina pituitaria de Convergencia y ERC el rechazo radical que otros personajes del partido, tal vez porque no se ha visto nunca contaminado por Fernández Díaz.
¿Qué tipo de tareas va a encargar Soraya a su go-between en Barcelona? ¿Qué es lo que lleva la señora en las alforjas, aparte del ya comentado “principio de ordinalidad” a la alemana manera? ¿Qué es lo que quiere hacer Rajoy? ¿Hasta dónde está dispuesto a llegar? Estas son las preguntas cuya respuesta aún no conocemos. Las señales de humo emitidas por Sáenz de Santamaría en el primer envite, el viaje a Barcelona acompañando al Rey del jueves, no invitan al optimismo. En la sede de Fomento del Trabajo, el titular de la Corona, que en las Cortes Generales había realizado por la mañana un ajustado discurso instando al nacionalismo a cumplir la ley, tuvo que tragarse el habitual discurso victimista y falsario de un Carles Puigdemont que llegó a acusar al Estado de “negligir” en sus deberes respecto a Catalunya y de no hacer caso a la voz de los catalanes –de los catalanes separatistas, claro está, porque los otros, que son mayoría, no cuentan-, algo que debe ser “condición indispensable para un diálogo fructífero”. Y la señora vicepresidente, la segunda autoridad tras el Rey presente en el acto, tragó salida y no dijo ni mu, no fuera a ser que le acusaran de “españolista”. Es lo bueno que tiene ser independentista catalán: que los desplantes a la unidad y las ofensas a la ley salen gratis, ya sea uno empresario de postín (Rodés, Carulla, Grifols y por ahí) o político de pro, empezando por Artur Mas y siguiendo por Francesc Homs y un largo etcétera.
El arreón negociador del Gobierno Soraya
Ahora no queremos más tribunales, y por eso hemos mandado a casa a Llanos de Luna, caída en combate tras haber cumplido escrupulosamente las órdenes que en su día le dimos desde Madrid, como en el 90 hicimos con Fernández Díaz, y en el 96 con Vidal-Quadras, y en 2007 con Josep Piqué, y como dentro de nada haremos con García Albiol. Es el drama del PPC: no haber pasado nunca de ser un mero instrumento al servicio de las políticas coyunturales del partido en Madrid. “La conciencia nos condena,/ No hallando en ella disculpa,/ Que respecto de la culpa,/ Es muy liviana la pena”. Nuestro hombre en La Habana se apellida ahora Millo, un tipo llamado a tener mucho protagonismo en la sombra, lo que indefectiblemente supondrá el ocaso definitivo de un PPC obligado a sumergirse, por mor de no molestar, en la noche de los tiempos, hasta ver qué da de sí el súbito arreón negociador de este Gobierno Soraya presidido por Rajoy. ¿Esperanzas? Casi todas puestas en la ensalada de siglas que malviven en el movimiento independentista. Casi ninguna, en el tándem de Moncloa. Sin salida aparente al callejón en que habitan, y asustados por la creciente agresividad de la CUP -los que hoy parten el bacalao-, el nivel de resistencia de la elite convergente se acerca peligrosamente a cero. Y no conozco a nadie que esté dispuesto a dar una sola gota de sudor, no ya de sangre, por el prusés. Así están las cosas.
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