La cabeza más privilegiada de la promoción de abogados del Estado de 1999, la vicepresidente-para-todo del Gobierno de Mariano Rajoy y cuyo último gran trabajo fue el de “virreina” en Cataluña para encarrilar el desbocado tren del 'procés', ha dejado definitivamente la política y ha fichado por el despacho de abogados Cuatrecasas, uno de los cinco grandes bufetes del país y en el que se formaron algunos de los defensores de los encausados por el 'procés'.
Deja bien claro el comunicado que lo anuncia que Soraya Sáenz de Santamaría “retoma así su carrera profesional después de cumplir todos los trámites exigidos por la normativa aplicable a los altos cargos y al personal al servicio de las Administraciones Públicas”.
Con toda seguridad, nadie pondrá en duda que SSS habrá escudriñado todos los recovecos jurídicos tras los que pudiera esconderse el más mínimo impedimento para incorporarse como socia y miembro del Consejo de Administración de tan importante bufete privado, desde el que asesorará a empresas, muchas seguramente contratistas con las diversas administraciones del Estado.
O sea, estamos una vez más ante un dilema ético y moral, cuestiones, por lo que se observa, que cotizan cada vez más a la baja. Por supuesto, no se pone en tela de juicio el derecho de todo individuo a retomar y desarrollar su carrera profesional una vez haya abandonado la política, o ésta le haya dado puerta. Pero, para el común de los ciudadanos, sigue causando una sensación extraña que quien haya conocido la práctica totalidad de los secretos de Estado salte al otro lado del mostrador cuando ni siquiera ha transcurrido un año desde aquel abandono.
Esta facilidad española para transitar de lo público a lo privado constituye, según numerosos informes, uno de los síntomas de una democracia de baja calidad
Sáenz de Santamaría se une así a la abultada nómina de los exaltísimos cargos que pasaron a ocupar poltrona en consejos de administración, tanto de empresas públicas como de otras privadas, multiplicando sustancialmente la escueta nómina que percibían del Estado.
Cierto es también que los cesantes del poder no se quedan en la indigencia. Perciben sus correspondientes indemnizaciones, y durante bastante tiempo se les ingresa un porcentaje considerable del sueldo que recibían cuando desempeñaban su cargo. Entre los principales altos cargos es, además, un principio automático pasar a formar parte del Consejo de Estado, una canonjía replicada en forma de consejos asesores en la inmensa mayoría de las autonomías. Pero todo eso no debe ser suficiente, ya que tampoco son pocos los que prefieren abandonar también esa poltrona para dedicarse a negocios, intermediaciones o asesoramientos privados, cabe deducir que muchísimo más rentables.
En suma, esta facilidad española para transitar de lo público a lo privado constituye, según numerosos informes, uno de los síntomas de una democracia si no podrida, sí de baja calidad. En el ámbito de las grandes democracias occidentales al que pertenece España, las reglas de ese tránsito son por lo general bastante más estrictas. Que haya casos, como por ejemplo el de Gerhard Schröder, antecesor de la canciller Angela Merkel, que pasó directamente a presidir el gigante energético ruso Gazprom, son la excepción y no la norma.
La tan cacareada regeneración, que recitan y prometen los partidos políticos, choca, pues, a menudo con la realidad. El peligro no está solamente en los comportamientos claramente delictivos que puedan cometerse durante el ejercicio del poder. También cuando, una vez abandonado éste, pueda caerse en la fácil tentación de poner todos los conocimientos adquiridos al servicio de un interés particular frente al general de todos los ciudadanos a los que el Estado debe proteger.
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