Opinión

Soy forastera en mi país, desde siempre

El que es tonto, es tonto. El que es malo, es malo. Independientemente de quién gobierne, a quién vote o dónde haya nacido

Siempre que puedo, intento leer las columnas de aquellos escritores o periodistas a los que admiro. Ayer estaba yo leyendo a Alfonso Ussía y su estupefacción al descubrir su reciente condición de tonto mesetario, cuando tuve una revelación. Al contrario de lo que se espera cuando una tiene una revelación, esta no vino a iluminarme sobre este tema ni ningún otro en concreto, solo vino a dejarme a oscuras, al darme cuenta de la cantidad de cosas que no entiendo.

Como madrileña, expuse mi indignación en X, a mi manera, sobre esta persecución que se viene realizando a los madrileños. Como era de esperar, recibí insultos por un lado, solo por el hecho de haber nacido en Madrid, y apoyos por otro, lo normal hoy en día. Para mi sorpresa, gran parte de estos apoyos trataban de echarle la culpa de estos odios a los políticos actuales. Tanto los fans de Sánchez, como los de Ayuso, venían convencidos y dispuestos a señalar a su enemigo como culpable del resentimiento e inquina del que presume gran parte de España hacia los madrileños.

Y aquí comenzó esta lista interminable y reveladora de cosas que no entiendo. No comprendo por qué mi padre, cuando estuvo destinado por trabajo en Barcelona hace unos 60 años, cuando yo aún no había nacido y ni siquiera era una posibilidad en la cabeza de unos padres que ya contaban con tres hijos, teniendo que dejar a su esposa e hijos en Madrid durante esos años para conseguir un ascenso en la empresa y viéndose solo en una ciudad distinta a la suya, se encontró ya por entonces con que los catalanes no le hablaban. Llegaba a la oficina, como uno más, pero nadie le daba los buenos días, ni siquiera de vuelta a los suyos. Los propios compañeros le hacían el vacío, porque no era catalán. Finalmente, los pocos que se encontraban en una situación similar a la de mi padre hicieron piña y salían juntos a comer, a cenar o lo que se pudiera hacer, para matar el rato y no echar tanto de menos a sus familias. De esa piña salieron buenos amigos que lo acompañaron siempre desde Andalucía, Galicia, Murcia, Extremadura...

Mi padre consiguió aquel ascenso y abandonó Barcelona. Volvió a la capital y, por su nuevo puesto, tenía que viajar a menudo, a veces recorriendo España, otras veces fuera de ella. Así fueron pasando los años, que se convirtieron luego en décadas. Siempre me contó lo mismo: se sentía menos extranjero cuando viajaba fuera de su país que cuando se quedaba en él.

Sesenta años, señores, no había Sánchez ni Ayuso. Entonces coleteaba el final de una dictadura de un señor llamado Franco. Después vino una transición, una monarquía parlamentaria, una Constitución y varios presidentes de distintos partidos y corrientes ideológicas. Todo esto sucedía mientras yo ya había venido a este mundo y mi padre seguía viajando de vez en cuando. Recuerdo cada viaje, tal vez porque a la vuelta de cada uno me traía un regalo de allá donde hubiera ido. Y yo le interrogaba:

De lo que se siente orgullosos

-¿Qué tal en Italia, papá? ¿Cómo son los italianos?, preguntaba, mientras desgarraba el papel de regalo que envolvía la caja que me había dado mi padre.

-Italia es un país muy bonito, Rosabel, te gustaría mucho. Los italianos son muy amables, gesticulan mucho cuando hablan y tratan de que no te pierdas nada de todo aquello de lo que se sienten orgullosos, y son muchas cosas: el arte, la gastronomía...

-¡Una Barbie, papá! ¡Muchas gracias! ¡No sabía que tenían Barbies en Italia!

Quizás solo recuerdo aquella escena porque fue mi primera Barbie. La memoria es difícil de descifrar y no sabe una por qué algunas cosas se graban y otras se borran.

También recuerdo su viaje a las islas Canarias, de donde me trajo unos vaqueros de la marca Levis, porque yo nunca había tenido unos vaqueros “de marca”. Se me rompieron al año y recuerdo que pensé que los vaqueros de marca eran una porquería y que prefería los de siempre, que no se rompían, solo se me quedaban pequeños. Y también recuerdo lo bien que me habló de los canarios y de su forma melosa de hablar, que parecía que te estaban cantando.

A pesar de que muchas veces escuché, siendo un cría que solo aspiraba a hacer castillos en la arena con su padre y su hermano menor, “esos son los chulitos madrileños”. Las matrículas de los coches sí nos delataban por entonces

Allá donde fuere, siempre encontraba algo bueno que contarme. Pero también, muchas veces, me contaba que la gente no era amable. Yo iba creciendo y, gracias a Dios, los viajes de mi padre por trabajo fueron disminuyendo, hasta desaparecer. Se quedaron entonces solamente los viajes por vacaciones, en los que enganchábamos una caravana a la bola trasera del Renault 12 y descubríamos el mar que bañaba Gerona, Castellón, Murcia o Málaga, aparcando nuestra caravana en un camping de playa.

Fueron unos años muy felices para nosotros. A pesar de que muchas veces escuché, siendo un cría que solo aspiraba a hacer castillos en la arena con su padre y su hermano menor, “esos son los chulitos madrileños”. Las matrículas de los coches sí nos delataban por entonces.

No gobernaba Sánchez ni tampoco Ayuso en Madrid, les vuelvo a recordar.

Un día, al volver de clase, siendo preadolescente, le dije a mi padre:

-Papá, hoy hemos hecho un trabajo sobre la ciudad natal de nuestros padres y resulta que éramos muy pocos los que tenemos padres madrileños. Incluso hay muchos compañeros que no son de Madrid. Yo pensaba que todos eran de aquí, porque nos tratamos todos igual...

Y mi padre respondió: “Somos godos para los canarios, los españolitos en Cataluña, los chulos de Madrid en muchos sitios y los listos de la capital en otros, pero en Madrid no tenemos ninguna palabra para definir a los de fuera, porque madrileño es quien quiere”.

Me alegro de que mi padre no haya podido escuchar ya en los telediarios durante la pandemia las atrocidades que se decían y se hacían a los madrileños, ni las barbaridades y el odio que se dirigía en redes sociales a Madrid, culpándonos de todos los males del país. Aunque me habría encantado verle sonreír al descubrirse tan tonto mesetario, como su admirado Alfonso Ussía.

No somos tontos mesetarios, ni godos, ni chulitos, ni españolitos por Sánchez. El odio y la maldad de las personas no es por culpa de Ayuso, Aguirre o Franco. El que es tonto, es tonto. El que es malo, es malo. Independientemente de quién gobierne, a quién vote o dónde haya nacido.

Y ahora id a preocuparos por la vidas de la gente de Gaza o de Israel o a luchar por los derechos de los inmigrantes ilegales, mientras soltáis bilis contra vuestros vecinos y les negáis el derecho de pisar vuestra tierra natal, como si nacer en una tierra te otorgara algún derecho sobre ella y ninguna obligación. Hay cosas que jamás voy a entender.

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