Suena como un mantra. Hay que avanzar, dicen. Al ritmo de la vida, de la sociedad, de este siglo XXI. Avanzar, aunque cueste. Para no quedarse atrás, para estar en el sitio, en el momento, en el lugar. Avanzar, caminar al paso de las mayorías o permanecer, quién sabe, fuera por siempre del rebaño.
Nací un 29 de noviembre de 1982. Mi madre ya ni siquiera recuerda la hora. “Déjame pensar”, me dice cuando le pregunto. Yo creía que algo así nunca se olvida. El caso es que pertenezco, o mejor, me hacen pertenecer, por mi fecha de nacimiento, a ese grupo ahora tan en boca de muchos, llamado los “milenials”, que así se escribe en español. Busco en internet el significado exacto de este vocablo del que el propio Facebook de la Real Academia Española dice así: “Referido a una persona nacida en las dos últimas décadas del siglo XX: ya está en marcha su incorporación al DLE”.
Que aparezca o no esta palabra en el diccionario no es algo que me quite el sueño, ni mucho menos, pero sí que me produce algo de rabia que me metan en el selecto club de una generación a la que califican, entre otras muchas cosas, de “digital, hiperconectada y que ha demostrado que es posible atender a varios dispositivos a la vez”. Porque siento, en realidad, que estoy a años luz de este mundo tecnológico en el que vivimos inmersos.
Que no tengo internet en casa y que, yo periodista, sólo hace dos años que me compré un ordenador de esos que llaman de última generación
Vaya por delante que soy un desastre absoluto con todo aquello que incorpore un cable o un cargador, que debería haber nacido en la época del papel, que no tengo internet en casa y que, yo periodista, sólo hace dos años que me compré un ordenador de esos que llaman de última generación. Lo hice, además, porque mi sueño es escribir y para eso lo he utilizado exclusivamente cuando, quizá, podría construir -que sé yo- hasta un bloque de viviendas con él. Es como quien adquiere un Ferrari cuando todavía no se ha sacado el carnet de conducir.
Digo todo esto porque, a veces, muchas, me siento idiota, torpe. Hace unos meses recogí en este mismo lugar la historia de aquella aplaudida campaña de Carlos, un pensionista, lo recordareis, “No soy tonto, soy mayor”. Pues bien, yo titularía la mía propia como “Soy milenial, no una máquina”. Es verdad que me consuela leer noticias como la que me encontré hace ya unas semanas que decía que los jóvenes de hoy en día han tenido mil y un problemas para conseguir una de las supuestas medidas estrella del Gobierno de Sánchez: “Sacar el bono cultural -decía- es más difícil que sacarse el bachillerato”. Y todo, por problemas con los servidores o por la necesidad de disponer de un certificado electrónico o una cl@ve permanente, que son sistemas que requieren de ciertos conocimientos tecnológicos, que no todos tienen. Que no todos tenemos.
Pobres los nostálgicos que aún se aferran a aquellos Nokia que fueron una auténtica revolución. No podrán jamás volver a leer el menú de un restaurante o tendrán problemas para entrar en la zona de embarque de un aeropuerto
Porque ahora hay que hacerse un máster para determinados trámites, para enfrentarte a la burocracia 2.0. Porque resulta que no es obligatorio, que no existe ninguna ley que diga que debes saber de tecnología o poseer, sí o sí, un teléfono de más de doscientos euros. Sin embargo, ay de ti como no cuentes con uno. Olvídate directamente de formar parte de este juego que es la vida. Pobres los nostálgicos que aún se aferran a aquellos Nokia que fueron una auténtica revolución. No podrán jamás volver a leer el menú de un restaurante o tendrán problemas para entrar en la zona de embarque de un aeropuerto. Porque las cámaras de esos teléfonos ya no leen los códigos QR que tanto maldigo y que me han hecho perder los nervios este verano cuando me ha fallado el escaneo. No niego que hicieran su servicio durante la pandemia cuando creíamos que con sólo tocar un papel era posible el contagio. Pero, hay ocasiones en las que siento que tengo que ser licenciada en informática casi hasta para respirar.
Mientras escribo estas líneas, una voz anuncia en la radio que ya está aquí la versión decimocuarta del teléfono de la manzana. Catorce ya. Más de 1.300 euros. “Es capaz -asegura el locutor- de establecer una conexión vía satélite en situaciones de emergencia”. La seguridad se paga, claro. Y yo entiendo, por supuesto, que la tecnología es una herramienta necesaria para este presente que ya es futuro. Que la capacidad de aprendizaje es infinita y que debemos habituarnos. Sin embargo, a veces, una se da de bruces con estas modernidades y con un mundo que usa todos estos dispositivos pero que no piensa en las personas que no pueden acceder a ellos. Porque, para chocar con la tecnología hay que tener, también, la oportunidad de utilizarla.
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