Opinión

Stalin en la cabalgata

El laicismo es no perturbar las tradiciones ajenas inoculando un adoctrinamiento político oficial que desprecian los creyentes. No hay derecho a que los que no son cristianos fuercen a los que sí lo son a cambiar sus costumbres.

Otro año con cabalgatas contaminadas: en Madrid para “visibilizar” la “ diversidad LGTBI”, y en Cataluña para solidarizarse con los golpistas presos. El problema no es que salga una carroza en la cabalgata de Reyes con un mensaje político, sino que este Estado tan supuestamente garantista y benefactor se inmiscuya en una celebración popular para adoctrinar, concienciar o crear moral. Y lo peor de todo: que no pase nada.

El gobierno socialista de Largo Caballero sustituyó en 1936 la Navidad por la “Semana Infantil” debido a que era un hecho religioso

El gobierno socialista de Largo Caballero sustituyó en 1936 la Navidad por la “Semana Infantil” debido a que era un hecho religioso. Abolió por decreto la cabalgata y la sustituyó por un desfile para niños que quedó en manos del ministro comunista de Instrucción Pública. No hay que decir que fue un esperpento soviético, con una efigie de Stalin, otra de Largo Caballero, figuras ridiculizando a los “nacionales” y milicianos desfilando. A su paso, niños y adultos saludaban con el puño cerrado. Horrible, ¿verdad?

En la cabalgata del Madrid franquista de 1940 reaparecieron los Reyes Magos, flanqueados esta vez por “esclavos egipcios”, decía la crónica de ABC, y precedidos y escoltados por milicianos falangistas. Los asistentes, incluidos los padres con sus proles, levantaban la mano, y no precisamente para recoger caramelos, sino para hacer el saludo fascista. Trágico, ¿no? El tiempo dulcificó esta ignominiosa politización, por supuesto.

Los motivos para esa intervención hay que buscarlos en su teoría del poder, no en intereses económicos o en excesos “culturetas”

El acceso de los populistas socialistas en 2015 a los gobiernos locales ha devuelto esa politización a la cabalgata. Los motivos para esa intervención hay que buscarlos en su teoría del poder, no en intereses económicos o en excesos “culturetas”. Las razones son tres: la conversión de todo hecho social en un conflicto político, el derribo de los “cuatro viejos”, y la ingeniería social.

La reconstrucción de la izquierda comunista tras el batacazo que supuso el derribo del Muro de Berlín y el colapso de la URSS pasó por centrarse en la hegemonía cultural y politizar todo hecho social.

Aplicaron el consejo de Gramsci: usar los medios de información y cultural para inculcar en la gente la conveniencia de eliminar las tradiciones capitalistas y religiosas. Era un viejo tic de Mayo del 68, de la New Left de pijo-comunistas que luchaba contra los usos y costumbres de la generación anterior al tiempo que vivía de sus padres.

Había que crear el Hombre Nuevo para la Sociedad Nueva moldeando las mentes

A partir de ahí politizaron todo, empezando por el sexo, el género, las drogas, el trabajo, la vivienda, la energía, el medio ambiente, el uso del coche, o los semáforos. Por supuesto, se incluyó aquello que tuviera que ver con la infancia: había que crear el Hombre Nuevo para la Sociedad Nueva moldeando las mentes. Era lo que decía el socialista Max Adler en 1925: la lucha de clases se libra en la formación de las nuevas generaciones. Así, revisaron los cuentos infantiles, el lenguaje, los colores, la ropa, la música o los juegos. ¿Cómo no reformular los momentos navideños dedicados a los niños?

La táctica de esta izquierda respondía a la demolición de los “cuatro viejos” de la que hablaba Mao Zedong: destruir la cultura, el pensamiento, la tradición y la educación de “otros tiempos”, y sustituirla por las “convenientes para un mundo mejor”. El objetivo es la imposición lenta pero inexorable de otro paradigma en el que ellos son los únicos y verdaderos representantes y portavoces. Es la típica ingeniería social, aquella empeñada en decir a la gente que piensa y actúa mal, pero que ellos, estos políticos fugaces sin formación suficiente, pero con mucho ego y poder , saben exactamente qué nos conviene.

Hemos normalizado la intervención pública en una celebración privada que debería quedar en manos de los creyentes

Las iniciativas de estos populistas nos retrotraen a épocas que creíamos pasadas, aquellas del hombre-masa, de los totalitarios y del encuadramiento obligatorio, tan propias de la década de 1930. Esto se debe a que hemos normalizado la intervención pública en una celebración privada que debería quedar en manos de los creyentes.

El Estado, en cualquiera de sus administraciones, debería limitarse a garantizar el ejercicio de ese derecho religioso, como hace con otras confesiones. El laicismo es eso, no perturbar las tradiciones ajenas inoculando un adoctrinamiento político oficial que desprecian los creyentes. No hay derecho a que los que no son cristianos fuercen a los que sí lo son a cambiar sus costumbres.

Eso es la democracia, no la ingeniería social autoritaria a la que las izquierdas nos quieren acostumbrar, en una mala imitación de los comunistas de 1937 y de los franquistas de 1940. La tradición que hay que cambiar, por tanto, no es la señalada por el político de turno, sino la de su injerencia en las creencias y costumbres de la gente. Más libertad y menos lecciones.

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