Opinión

Todo el sufrimiento del mundo

El problema de la inmigración masiva requiere un cuidadoso equilibrio entre la compasión y la responsabilidad

El nuevo Gobierno español ha decidido acoger al buque Aquarius en Valencia con más de seiscientos inmigrantes irregulares a bordo después de que Malta e Italia les cerrasen sus puertos. El ministro del Interior ha anunciado la retirada de las hojas cortantes de las vallas de Ceuta y Melilla. Parece como si el lema “Refugees, welcome” hubiese ascendido desde los Ayuntamientos con alcaldes podemitas al complejo de La Moncloa para marcar un brusco giro en nuestra política de inmigración. La implicación personal de la Vicepresidenta del Gobierno y del Presidente de la Comunidad Valenciana en esta operación de humanitarismo marítimo así lo indican. Tras el espectacular gesto inicial, han venido las rebajas impuestas por la sensatez. El titular de Exteriores ha advertido que el caso del Aquarius es singular y que no se va a generalizar. Las autoridades competentes han dejado claro que los desembarcados en Valencia serán tratados como cualquier otra persona que intente entrar en España ilegalmente, es decir, cada uno de ellos será sometido a identificación, evaluación y examen para establecer si tiene derecho a asilo o si ha de ser devuelto a su país de origen de acuerdo con la normativa internacional, europea y nacional aplicable. Muchos analistas han concluido que este despliegue de bondad es una pura maniobra de marketing para sentar diferencias con el Ejecutivo anterior y satisfacer a clientelas electorales más inclinadas al sentimentalismo demagógico que al realismo prudente.

Parece que la bondad desplegada en el caso del ‘Aquarius’ es una pura maniobra de marketing cuyo objetivo es sentar diferencias con el Ejecutivo anterior

Hemos pasado de un Presidente heteropatriarcal, caracterizado por la inacción, a un Presidente homofeminista proclive a la precipitación, cuando el problema de la inmigración masiva requiere un cuidadoso equilibrio entre la compasión y la responsabilidad, antiguo dilema que inspiró a Max Weber su más célebre conferencia. Los seres humanos somos paradójicos, practicamos a la vez el egoísmo indiferente al padecimiento ajeno y el impulso empático a aliviar los sufrimientos de nuestros semejantes. Sin profundizar en los mecanismos que la psicología evolutiva ha desvelado para explicar esta contradicción, el derecho de asilo es un principio jurídico universal reconocido por las Naciones Unidas y que la Unión Europea ha hecho suyo sin reservas. Sin embargo, como toda obligación legal y moral, está sujeto a la posibilidad fáctica de su realización.

Tenemos el deber de proporcionar cobijo, alimento, atención sanitaria y una vida digna a los que acuden a nosotros huyendo de la guerra, la persecución o los desastres naturales, pero este noble propósito requiere recursos materiales que lo hagan efectivo. En 2015 y 2016 se agolparon a las puertas de Europa un millón de hombres, mujeres y niños desesperados, aterrorizados y hambrientos, la mayoría de ellos procedentes de la Siria devastada por sus luchas internas. Esta presión traumática, concentrada en los Estados-Miembro orientales, desbordó la capacidad logística, organizativa y financiera de la Unión y la desgarró políticamente. Si hubiera continuado al mismo nivel, nuestro espacio económico, jurídico e institucional común hubiera saltado por los aires y el caos se habría apoderado de nuestro continente. Por tanto, la realidad se impuso al ideal y se produjeron acontecimientos que, aunque no deseados, fueron imperativos. Hubo países que impidieron unilateralmente la entrada de inmigrantes en su territorio y rehusaron hacerse cargo de la cuota que la Comisión Europea les había atribuido. Otros abrieron sus puertas generosamente y cargaron con las consecuencias en forma de desórdenes, enfrentamientos raciales y auge de los partidos populistas y xenófobos. Los hubo, en fin, que por su lejanía geográfica a la zona caliente se inhibieron y tampoco aportaron lo que les correspondía. El balance fue profundamente negativo y la integración europea quedó seriamente debilitada. Como colofón, el acuerdo con Turquía no constituyó precisamente una muestra de coherencia ideológica y de unidad ante la crisis. Los diez mil inmigrantes por día que vimos cruzar la frontera comunitaria oriental en el peor momento del aluvión de hace tres años han descendido a ochenta y los flujos se han desplazado al Mediterráneo occidental, pero la amenaza sigue presente sin que hayamos construido las herramientas para detenerla.

Macron dio en el clavo cuando dijo que si abrimos nuestros brazos sin límite a todo el sufrimiento del mundo dejaremos de estar en condiciones de aliviarlo

Las pateras rebosantes de cuerpos famélicos y ateridos continúan acechando nuestras playas, las vallas y los pasos fronterizos de Ceuta y Melilla no cesan de recibir los embates de los asaltos multitudinarios, las mafias criminales de tráfico humano se llenan los bolsillos y determinadas islas griegas e italianas han pasado de ser idílicos paraísos a convertirse en hacinados campos de confinamiento y depósitos de dolor y frustración.

La frase más lúcida que se ha pronunciado últimamente sobre este lacerante desafío la incluyó Emmanuelle Macron en su discurso a la Conferencia Episcopal Francesa cuando dijo que si abrimos nuestros brazos sin límite a todo el sufrimiento del mundo dejaremos de estar en condiciones de aliviarlo. Esta verdad, dura, pero inapelable, ha de ser la guía que nos conduzca a una política de inmigración europea que sea a la vez materialmente viable, legalmente rigurosa, éticamente sólida y socialmente aceptable.

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