Es sabido que la política, a diferencia de las ciencias de la naturaleza, no es el reino de lo racional, pero no necesariamente ha de ser el ámbito obligado de la estupidez. Los políticos se comportan muchas veces con maldad, egoísmo, venalidad, prodigalidad, deslealtad e incompetencia, aunque estos componentes negativos de su oficio no son lo peor con lo que pueden castigar a las sociedades en las que pululan. El máximo peligro que acecha a un país es estar en manos de tontos activos. El daño que inflige a la buena marcha de los asuntos públicos la falta de inteligencia de los elegidos en las urnas para gestionarlos alcanza casi siempre dimensiones inconmensurables.
Los que formulen acusaciones al respecto deberán aportar pruebas fehacientes de su denuncia y, que se sepa, nadie las ha presentado. Si no las hay, la cuestión queda zanjada
Estas consideraciones vienen al caso a la vista del espectáculo bochornoso dado por la dirección del Partido Popular en relación con la imaginaria actuación irregular de la presidenta de la Comunidad de Madrid favoreciendo a su hermano en un contrato de venta de mascarillas en la etapa inicial de la pandemia, cuando las UCIS se colapsaban y los gobiernos andaban desesperados a la caza y captura del material sanitario que su imprevisión previa había convertido en insuficiente. Tomás Díaz Ayuso lleva muchos años trabajando como comercial en el sector de la sanidad y, como tantos otros en este ramo, se lanzó a hacer legítimos negocios para satisfacer la demanda desatada de los productos que él podía contribuir a proporcionar. No hizo, por tanto, otra cosa que aprovechar una buena oportunidad que le brindaba el mercado para conseguir lo que persigue lógicamente todo profesional y es sacarle un rendimiento a su labor.
El reproche de que el proveedor era amigo suyo es absurdo porque todos tenemos relaciones de trabajo preferentemente con gente que conocemos. Aquí hay dos elementos relevantes y todo lo demás es habladuría, conspiración y farfolla: si el hermano de la presidenta cumplió todas las obligaciones administrativas y fiscales en esta operación y si ella ejerció algún tipo de influencia derivada de su cargo para favorecer a su familiar. Por lo que se ha conocido hasta ahora, la actuación de Tomás Díaz Ayuso fue perfectamente correcta y su hermana no movió un dedo para ayudarle. En cualquier caso, los que formulen acusaciones al respecto deberán aportar pruebas fehacientes de su denuncia y, que se sepa, nadie las ha presentado. Si no las hay, la cuestión queda zanjada. La pretensión de que sea la presidenta de la Comunidad de Madrid la que demuestre su inocencia vale para Venezuela, Cuba o Irán, pero España es un Estado de Derecho.
De manera reiterada, numerosos simpatizantes y votantes del PP le han pedido a Pablo Casado con buen criterio a lo largo de los últimos meses que detuviera la tóxica campaña que su entorno inmediato ha venido desarrollando contra la figura electoralmente más valiosa y dotada de mayor carisma de su formación. No los ha escuchado y movido por el veneno que sus colaboradores más próximos destilaban en su crédulo oído, su inseguridad y probablemente sus celos, ha permitido que el cerco en torno a Isabel Díaz Ayuso se fuera estrechando, poniendo a prueba su paciencia. La imprudente maniobra de espionaje a cargo de insignificantes esbirros de la esfera municipal ha sido, y se comprende, la gota que ha hecho rebasar el vaso. Isabel Díaz Ayuso ha roto en cólera y toda la rabia, la indignación y la irritación que llevaba acumulada tras meses de torpes insidias, míseras envidias y obstáculos mezquinos a su elección como líder regional del partido ha desembocado en una guerra a muerte en la que se vislumbra que no habrá prisioneros.
Jamás ha intentado desplazar a su jefe y lo único que ha reclamado insistentemente con toda la razón es que se le permita presentarse a la presidencia del PP de Madrid en el pendiente Congreso Regional
Es un hecho de general conocimiento, avalado por diversos estudios de opinión, que, si Isabel Díaz Ayuso fuese su candidata en las próximas elecciones generales, el resultado del PP se situaría por lo menos una veintena de escaños por encima del que obtendría Pablo Casado. Pese a esta ventaja, ella jamás ha intentado desplazar a su jefe y lo único que ha reclamado insistentemente con toda la razón es que se le permita presentarse a la presidencia del PP de Madrid en el pendiente Congreso Regional, elección que tiene en el bolsillo por su innegable prestigio y su bien ganado predicamento entre los militantes populares madrileños.
Cuando España se descompone sometida a intensas pulsiones centrífugas y baja peldaños en el ranking internacional de calidad de la democracia, cuando nuestra deuda pública alcanza cotas inasumibles y los herederos de ETA se pavonean en cargos institucionales y homenajean públicamente a asesinos en serie que Pedro Sánchez devuelve a la calle, no se les ocurre otra cosa a los cerebros privilegiados que habitan en la planta séptima de Génova 13 que entrar en la santabárbara de su organización y prender la mecha de un barril de pólvora. Semejantes nulidades sólo merecen la repulsa y la condena de los millones de españoles que son víctimas del peor y más nefasto gobierno que ha tenido desde la Transición nuestra atribulada Nación y que necesitan una alternativa seria y fiable al desastre que ahora padecen. El Partido Popular ha de echarlos de un enérgico y definitivo puntapié de los despachos en los que se dedican a intrigar neciamente en vez de a diseñar el futuro que una caterva de separatistas, comunistas bolivarianos y filoterroristas pretenden arrebatarnos.
En la política, como en la vida en general, las personas buenas e inteligentes juegan a juegos en los que todos ganamos, las malas y astutas a juegos en los que ellas ganan y los demás pierden y los malos y tontos a juegos en los que todo el mundo pierde. Si Pablo Casado, poseído por una enajenación incontrolable, ha decidido suicidarse políticamente, es libre de hacerlo, pero no es admisible y no le será perdonado, que arrastre al abismo con él a tantos conciudadanos suyos cuya confianza y respeto seguramente ha perdido para siempre de forma inexcusable.
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