Opinión

El Supremo, la lengua y el triaje nacionalista

Ser juez o fiscal en Cataluña es más que un trabajo; es casi un apostolado. Algunos siguen allí por vocación, conscientes de que en ciertos sitios ocupan la última trinchera.

Ser juez o fiscal en Cataluña es más que un trabajo; es casi un apostolado. Algunos siguen allí por vocación, conscientes de que en ciertos sitios ocupan la última trinchera. Los más, por pura necesidad. Otros, sin embargo, no han soportado la presión. Desde 2017 el número de jueces y fiscales que piden el traslado a otros lugares de España se ha disparado. En 2020, el Consejo General del Poder Judicial se vio obligado a destinar a Cataluña a 9 de cada 10 nuevos jueces de la promoción de ese año, la 69. De los 188 que integran la más reciente, la septuagésima, 73 ocuparán plaza en Cataluña, que volverá a ser, con mucho, la primera comunidad receptora de nuevos togados.

Algo similar ocurre con policías, guardias civiles y los profesores que siguen defendiendo la convivencia natural y pacífica del catalán y el castellano. La precariedad ambiental en la que viven los funcionarios del Estado en Cataluña es la norma. Precariedad que, en no pocos casos, deriva en clandestinidad. El temor no llega al nivel del padecido por los policías que en Euskadi, durante los años duros del terrorismo etarra, no se atrevían a colgar la camisa del uniforme en el tendedero del patio interior, pero en algunos lugares de la Cataluña profunda se le parece bastante. No te disparan, pero te señalan. No ponen bombas, pero envían espías a las escuelas para anotar en sus libretas negras el nombre de los que se expresan en castellano. De alumnos y de enseñantes.

Para el independentismo, el arrinconamiento del castellano es esencial para asegurar la ocupación de los medios y el control de la comunicación en sus más diversos formatos

El clima en el que viven muchos ciudadanos en Cataluña es tan inquietante, tan amenazador en ocasiones, que ninguna autoridad, salvo las de la Administración de Justicia, tiene el atrevimiento de intentar recuperar territorios arrebatados al constitucionalismo. Y no digamos ya si el terreno en el que pretendemos ejercer nuestros derechos constitucionales es el de la enseñanza. Apenas un puñado de estudiantes universitarios ponen puntualmente en evidencia a unas autoridades académicas que, para vergüenza de la libertad de cátedra, dan cobertura a los escuadrones que buscan convertir las universidades catalanas en campos de entrenamiento independentista; a comandos adiestrados en la escuela identitaria que puso en marcha el pujolismo. Porque fue entonces cuando empezó todo. Con Pujol.

Todo empezó con Pujol

Fue en los años 80 del siglo pasado cuando el entonces molt honorable president de la Generalitat dio precisas instrucciones para que en los procesos de selección del profesorado se introdujeran fórmulas de valoración de los candidatos de acuerdo con sus usos lingüísticos e inclinaciones ideológicas. Hoy, tras casi cuarenta años de sistemático triaje nacionalista, el mapa del profesorado catalán es una de las losas con las que se pretende enterrar el constitucionalismo. Sin duda la más pesada. Pujol sabía lo que hacía. Apostó por el medio y largo plazo para construir una sociedad autosuficiente, cada día más distanciada del proyecto común, consciente de que solo conseguiría su objetivo mediante la intervención del sistema educativo; sin interferencias externas.

Tarde, pero Oriol Junqueras ha terminado por aprender la lección. No hay prisa. Tampoco la tiene Bildu. El procés quiso ser el Bannockburn del Estado y acabó siendo el del independentismo. El líder de Esquerra sabe que hace falta tiempo para ampliar la base social y volver a intentarlo. Las líneas rojas ya no son tan nítidas, y ahora el objetivo es consolidar a Sánchez para que repita victoria en las urnas; para evitar por todos los medios que una alianza PP-Vox instale a Casado en Moncloa. Pero que no haya líneas rojas no significa que el independentismo, en según qué cosas, esté dispuesto a ceder. La lengua y el modelo de inmersión son intocables. Porque no se trata de derechos, ya plenamente reconocidos, sino de instrumentos imprescindibles para agrandar la masa crítica del secesionismo y culminar algún día el desenganche del Estado.

Salvo desde los tribunales, ninguna autoridad tiene el atrevimiento de intentar recuperar territorios arrebatados al constitucionalismo; menos aún el ámbito de la enseñanza

Rufián: “Para ERC el tema de la lengua es sagrado”. Para el independentismo, ciertamente, la inmersión es mucho más que un simple ejercicio de reequilibrio, o si se quiere de autodefensa; se trata sobre todo de una coartada con la que se busca justificar el arrinconamiento del castellano en las escuelas, la ocupación de los medios y el control de la comunicación de masas en sus más diversos formatos. La lengua, en prosa o poesía, no es el arma cargada de futuro de Celaya, sino los cimientos sobre los que se levanta, palmo a palmo, el muro de exclusión al que aspira el supremacismo. Y el declive del castellano la condición sine qua non para culminar el proceso de desistimiento de los restos del constitucionalismo.

Por eso no pueden admitir que el Tribunal Supremo haya consagrado el modelo que ampara a las familias que reclamen que el 25 por ciento de las materias, como mínimo, se imparta en castellano. Y es que la providencia en la que el Supremo ratificaba la sentencia de 2014 del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) no es un revés puntual para el independentismo, sino una firme e inalterable fortaleza jurídica desde la que defenderse de las arremetidas de los secesionistas y promover, con el apoyo si llegara el caso de las instituciones europeas, la recuperación de un clima que haga posible la coexistencia de dos lenguas en igualdad de condiciones. Justo lo que no quiere el nacionalismo; justo lo que a partir de ahora cualquier ciudadano podrá exigir con pleno respaldo legal. Los jueces, la última trinchera.

La postdata: ZP se lleva bien con Sánchez; ya me quedo más tranquilo

Pedro Sánchez y José Luis Rodríguez Zapatero se llevan estupendamente. Era, dicen, un secreto a voces. Sin embargo nadie da explicación convincente sobre el cambio producido en una relación que empezó torcida, hasta el punto de que durante mucho tiempo Sánchez no tragaba a ZP. Quizá, apunta alguien, la razón de la mejoría esté en que el presidente del Gobierno podía llevarse mal o con González o con Zapatero, pero no con ambos a la vez. Por el interés te quiero Andrés.

Lo cierto es que Zapatero “se arremangó para atar los votos que el PSOE necesitaba más allá de Unidas Podemos”, según nos ha contado Iolanda Mármol y ha confirmado Gabriel Rufián.  “Respaldo al presidente del Gobierno y secretario general del PSOE por convicción y por lealtad”, le ha dicho ZP a El Periódico de España. Este mismo medio, citando fuentes del entorno del expresidente, señala que la relación entre uno y otro ha crecido desde la moción de censura contra Mariano Rajoy hoy es de “absoluta confianza. Cada mes o dos meses se ven, quedan a comer o se toman un café”. Y yo, qué quieren que les diga, desde que me he enterado de esta adorable historia de la amistad recobrada, es que duermo mucho más tranquilo.

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