En el pasado, Alemania y España compartimos todo un emperador, nuestro Carlos I y V suyo (sí, ya sé que era Emperador del Sacro Romano-Germánico Imperio). De algún modo esta breve asociación arraigó en España una gran admiración por el país germano como trasluce, por ejemplo, la absurda orden de Franco de adoptar la hora oficial de Berlín, que sigue vigente porque ni siquiera Sánchez ha osado tocar ese resto relojero del caudillismo (quizás porque éste le gusta mucho). Por su parte, los alemanes admiraron enormemente, entre otras cosas, la resistencia española a Napoleón y crearon sus propias guerrillas a imitación de las nuestras; ciertamente, compartir un enemigo histórico común interpuesto, Francia, también une bastante, como hoy el gusto común porque corra la cerveza en las playas mediterráneas y canarias.
La fe del carbonero germano-española
No deja de ser una confluencia interesante, pero uno sospecha que lo más admirado en ambos países era la fuerza, el poder, la inclinación bélica del otro -cambiante en el tiempo- y su compañera habitual, la obcecación irracional de la fe del carbonero, siempre predispuesto a no creer lo que ve. Por ejemplo, no querer creer las ventajas de la energía nuclear, imprescindible para acometer con solvencia la descarbonización de la economía y garantizar a Europa una transición económica sin demasiados traumas sociales. Tanto en España como en Alemania la energía nuclear cayó bajo un tabú adoptado esencialmente por la izquierda, pero respetado por la derecha. En Alemania, el partido verde ha sido el abanderado de la ofensiva tradicional contra todo lo nuclear, mezclando pacifismo con adanismo atomofóbico y apoyado por la poderosa Greenpeace, una de las ecoasocaciones más mentirosas del mundo.
La explicación convencional de la fobia alemana al átomo suele insistir, con razón, en el problema del voto verde que aspiran a incorporar a sus gobiernos de coalición habituales tanto socialdemócratas como la conservadora CDU. De hecho, fue Angela Merkel la que firmó la orden de cierre de todas las centrales nucleares para contentar a los verdes, mientras culminaba la política energética de entregar el país a Rusia y su gas, iniciada -y cobrada con jugosas recompensas moscovitas- por el socialdemócrata Schroeder, política que ha demostrado ser un dislate ideológico -la supuesta propiedad del comercio para moderar la ambición imperialista-, un suicidio estratégico y un grave error económico cuando el socio elegido es un gánster imperialista, Vladimir Putin.
Rechazan revisar su doctrina reaccionaria y admitir lo que cualquiera bien informado sabe: la energía nuclear es segura, limpia y rentable. ¿Se puede pedir más? Pues sí: ¡respetar el tabú!
El comienzo de la guerra de Ucrania y la vulnerabilidad energética alemana permitió abrigar la esperanza de una rectificación que derogara la suicida orden antinuclear, pero solo hubo una prórroga porque los verdes, verdaderos árbitros de la gobernabilidad, rehúsan revisar su fobia tradicional al átomo. Para ellos es cuestión de identidad. A diferencia de otros partidos verdes nórdicos, como el de Finlandia, a punto de inaugurar un gran central nuclear de última generación con apoyo ecologista, los teutones rechazan revisar su doctrina reaccionaria y admitir lo que cualquiera bien informado sabe: la energía nuclear es segura, limpia y rentable. ¿Se puede pedir más? Pues sí: ¡respetar el tabú!
Los tabúes son prohibiciones irracionales que sobreviven a las causas primitivas que los originaron. Si en el inicio de la tecnología nuclear el lazo con los usos militares era evidente y las garantías de seguridad dudosas, pronto se demostró que el aumento de centrales nucleares no conllevaba necesariamente el de guerras atómicas. En Alemania, el tabú nuclear es un residuo del pacifismo de la Guerra Fría. Ha perdido su razón de ser por dos motivos: el geoestratégico, pues es muy peligroso renunciar a tu autonomía energética nuclear a cambio de depender de una potencia nuclear enemiga como Rusia, y el tecnológico: el progreso en seguridad y eficiencia de las centrales nucleares es simplemente impresionante. Las centrales de última generación reciclan los residuos radioactivos que producen, son más pequeñas y baratas o emplean como combustible el mucho más abundante torio, en vez de uranio (tecnología en la que China va en cabeza).
Los dos únicos accidentes graves han sido efecto de malas praxis de seguridad: la soviética de Chernóbil, una central mucho menos protegida que las occidentales, y la japonesa de Fukushima, instalada al borde del mar en una región muy sísmica de tsunamis habituales. Tanto en la URSS como en Japón la oposición tenía imposible o muy difícil influir en la seguridad nuclear, pero en la mayoría de las democracias la exigencia de más seguridad ha sido, sin duda, muy efectiva para aumentarla.
Oponerse a las centrales nucleares de Franco (que incluía un programa militar secreto, el Proyecto Islero) parecía tan democrático como exigir el derecho al divorcio
España comparte el tabú con Alemania, pero por razones propias: aquí es, cómo no, un residuo del antifranquismo. En efecto, la dictadura apostó con tanto éxito por la energía nuclear que la atrasada España llegó a convertirse durante unos años en el segundo país occidental en la materia tras Estados Unidos, desarrollando de paso una valiosa y poco conocida ingeniería nuclear industrial. En la transición, oponerse a las centrales nucleares de Franco (que incluía un programa militar secreto, el Proyecto Islero) parecía tan democrático como exigir el derecho al divorcio y libertad política, incluso cuando el terrorismo etarra eligió la campaña antinuclear por su popularidad.
En parte esto se explicaba por instinto adolescente de oposición, pues muchos creíamos que todo lo que dijera el régimen, como la seguridad y necesidad de la energía nuclear, era mentira (como pasa con Sánchez, otra feliz coincidencia). Como es sabido, Felipe González impuso un carísimo parón nuclear -que además dio la razón a Eta-, una renuncia irracional a una fuente de energía que, de haber seguido desarrollándose con las nuevas tecnologías, más las renovables, habría hecho de España una potencia energética competitiva e innovadora. Pero el tabú también lo ha impedido.
Supongo que la afición hispano-alemana a los tabúes tiene profundas raíces en nuestro pasado intensamente religioso, propenso al fundamentalismo y al antisemitismo (no creo que los reyes godos, otro vínculo antiguo, tengan nada que ver). Pero no podemos dejar la política energética, simplemente vital, en manos del dudoso psicoanálisis colectivo. Lo necesario es insistir en la irracionalidad del tabú antinuclear, rescatar esa fuente energética como eje de la descarbonización de la economía, y de paso reclamar a Europa una política proactiva que, sin duda, no será rechazada esta vez por Francia. Porque es incomprensible que Bruselas vete la recolección de piñas en los montes y no tenga nada que decir sobre estrategia de autonomía energética sostenible y limpia. Es el momento de decir: ¡nuclear sí, gracias!
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación