Nadie como Francisco de Quevedo supo radiografiar tan certeramente las miserias de un país, de esa España decante del siglo XVII, con apenas cinco palabras. “Poderoso caballero es don dinero”. Han pasado ya cuatro siglos de su más famosa letrilla. Estrofas breves, salpicadas de pegadizos estribillos, ideadas como vehículo contra la corrupción de la época. Un cáncer que soporta estoicamente el paso del tiempo. Hace cuatro días, lo que iba a ser una mañana de jueves cualquiera, se convirtió en un homenaje a la letrilla de Quevedo. En apenas cinco horas se concentraron las denuncias de un fiscal contra las amenazas para juzgar libremente la presunta corrupción del presidente de Murcia; la vuelta a Suiza de Urdangarin tras eludir la prisión preventiva sin que mediase fianza de por medio; las penas de cárcel para Blesa, Rato y el resto de ‘paganinis’ con tarjetas black y el levantamiento de la fianza de 4,2 millones a José Antonio Griñán por el caso de los ERE. “Poderoso caballero es don dinero”.
La concatenación de titulares señala a todas nuestras fuerzas vivas. La Justicia. Los políticos y sus cambios de paso continuos frente a la corrupción. La última desilusión llega desde Ciudadanos, el partido que obligó en sus pactos con PSOE y PP a expulsar de los partidos a los políticos imputados pero que, sin embargo, ahora hace juegos dialécticos para perdonar al pepero Pedro Antonio Sánchez hasta la apertura del juicio oral. En el último vértice de ese triángulo, la corrupción señala a la gran empresa española, a quien la sentencia de las tarjetas black le brinda una oportunidad histórica: pegar ese puñetazo en la mesa contra la corrupción, enarbolando ese bisturí contra los tramposos, que tanto exige el mundo empresarial a los políticos, expulsándolos de los consejos. La decisión necesita alta dosis de valentía.
La última desilusión llega de Ciudadanos, que obligó en sus pactos a expulsar de los partidos a los imputados pero que ahora hace juegos dialécticos para perdonar al pepero Pedro Antonio Sánchez
El brete es superlativo para OHL (Javier López Madrid), El Corte Inglés (Estanislao Rodríguez Ponga), Fertiberia (Juan Iranzo), Laboratorios Rovi (Miguel Corsini) o la patrimonial Antamira (Ramón Espinar), dedicada a la promoción de colegios. La legislación (artículo 213 de la Ley de Sociedades de Capital) es contundente: “No pueden ser administradores (...) los condenados por delitos contra la libertad, contra el patrimonio o contra el orden socioeconómico”. Y la apropiación indebida, por la que han sido condenados los 65 imputados por las visas opacas, es una de las faltas que inhabilitan para ser consejero de una compañía en España. En los precedentes que hemos conocido hasta la fecha, las empresas suelen excusarse en sus propios reglamentos internos de conducta o códigos de buen gobierno para eludir la norma general y proteger al condenado o imputado. Hoy por ti, mañana por mí. Así lo hizo Santander con Rato hasta que Ana Patricia Botín encontró una solución más imaginativa: disolver en pleno su consejo asesor internacional, donde el ex político seguía cobrando pese a su doble imputación por las black y el caso Bankia, para no señalar directamente al ex capo del FMI.
Paradójicamente, Rodrigo Rato quiso convertirse en el guía moral frente a los pecados de la gran empresa. Fue en sus días de vino y rosas durante el primer Gobierno de José María Aznar. Aquel vicepresidente impulsó el primer Código de Buen Gobierno (febrero 1997) para evitar corruptelas y desmanes en el marco de la política del nuevo Gobierno de privatizaciones y venta de sociedades públicas. El objetivo de la reforma quedaba claro: mejorar la credibilidad, la responsabilidad y la transparencia en el gobierno de las sociedades cotizadas y de cuantas captan recursos financieros en los mercados. Nunca pensó Rato en el bumerán que acababa de idear.
La Comisión Especial redactora no denominó al Código Olivenza con el calificativo de ético, sino con la expresión “Buen Gobierno”. Un giro que trasciende a la semántica. Suponía una verdadera puerta de atrás para evitar la condena directa al tramposo. De esta manera, las recomendaciones del consejo en materia de buenas prácticas se convertían en deberes de adopción voluntaria por sus destinatarios, de acuerdo a un conjunto de medidas que se estimaban adecuadas para mejorar el gobierno de las sociedades según un modelo ideal de autorregulación racional y correcta. En caso de no acatarlas, no hay manchas en el expediente.
Pese a que ese primer Código se inspiró en valores morales e incluso reclamó la observancia en la dirección de las sociedades de “aquellos deberes éticos que razonablemente sean apropiados para la responsable conducción de los negocios”, no quiso confundir la naturaleza de las recomendaciones con lo ético, con el riesgo de concluir que, de no seguirlas, se incurre en conducta contraria a la moral. “Que la recomendación sea éticamente correcta no puede suponer que sea incorrecta cualquier otra”, sostienen los expertos.
Las dos actualizaciones de ese primario código de conducta (los informes Aldama -2003- y Conthe -2006-) no metieron el dedo en la llaga y continuaron sin introducir esa obligación de cese del consejero, no sólo imputado, sino condenado por la Justicia. Los nuevos artículos incidieron más en otro tipo de reformas del gobierno corporativo, como el mayor peso de los pequeños accionistas en los consejos, plazos de mandato de los dominicales o mayor paridad en los órganos de decisión de las empresas.
El cerco contra los consejeros corruptos parecía estrecharse en el último Código de Buen Gobierno (2015), elaborado durante el mandato de Elvira Rodríguez en la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV). Sin embargo, la redacción final volvía a no imponer el cese obligatorio de un consejero condenado. El texto únicamente determina que el consejo se pronunciará sobre la conveniencia o no de que permanezca en dicho órgano un consejero que sea procesado –no meramente imputado- por delitos previstos en el artículo 124 de la Ley de Sociedades Anónimas, además de dar cuenta de forma razonada en su informe anual de gobierno corporativo.
Desde OHL sostenían esta misma semana que mientras la sentencia no sea firme, López Madrid no está obligado a nada
Pese a la proliferación de casos, en muy pocas ocasiones aparece rellenado en los informes anuales de gobierno corporativo de las sociedades anónimas cotizadas españolas el espacio dedicado a la respuesta afirmativa que plantea la consulta que se realiza en el apartado C.1.43 del documento: “Indique si algún miembro del consejo de administración ha informado a la sociedad que ha resultado procesado o se ha dictado contra él auto de apertura de juicio oral por alguno de los delitos señalados en el artículo 213 de la Ley de Sociedades de Capital”.
Los desmanes de Javier López Madrid han forzado a OHL a retratarse desde hace un par de ejercicios. A pesar de su condena en el juicio de las tarjetas black (seis meses de prisión) y del daño que la misma puede ocasionar a la imagen de la compañía española, OHL no parece dispuesta a llevar al límite su propio reglamento y actuar en consecuencia. Desde la compañía española sostenían esta misma semana que mientras la sentencia no sea firme, López Madrid no está obligado a nada. Sin embargo, el Reglamento del Consejo de Administración de OHL no hace mención alguna al hecho de que la sentencia sea firme o no.
Otro cortafuegos, el último, para proteger al señalado. Una lástima. Más en un tiempo en el que todas las empresas ponen la lupa en su mejora del gobierno corporativo. La gran empresa tiene una magnífica oportunidad de transformar la sentencia por las black en una verdadera catarsis moral. En un nuevo código ético contra la corrupción. En convertir en proscrito al tramposo pese a ser ‘uno de los nuestros’. En demostrar a Quevedo que hemos pasado página. Que don dinero, ya no es tan poderoso caballero.
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