En mayo de 1979, los socialistas celebraron en Madrid su XXVIII Congreso. En aquel momento la transición se encontraba encarrilada y Adolfo Suárez acababa de inaugurar su segunda legislatura tras la aprobación en referéndum de la Constitución y las elecciones generales de marzo. El candidato socialista, un jovencísimo Felipe González, era incapaz de ganar a Suárez. Tanto en las elecciones del 77 como en las del 79 se había quedado 47 escaños por detrás de la UCD. Supuso con buen tino que el votante moderado no quería incertidumbre, tenía miedo de entregar el poder a un partido que aún se decía marxista en sus estatutos. Hoy esto nos puede parecer baladí, pero en aquellos años no lo era en absoluto. Los desórdenes en Portugal se sentían cerca y eran muy recientes. Además, el mundo de finales de los 70 se encontraba dividido en dos bloques y en uno de ellos, el soviético, el marxismo era su columna vertebral ideológica.
González, un treintañero con mucha ambición, entendió el mensaje y propuso a su partido eliminar las referencias marxistas de la ideología oficial del PSOE. Los compromisarios del XXVIII Congreso se negaron. Gustaban de exhibir banderas tricolores en los mítines y siempre que se les presentaba la oportunidad cantaban la “Internacional” puño en alto y a voz en cuello. Felipe no se lo pensó dos veces y dimitió para pasmo de toda la militancia, que le tenía como un mesías que habría de llevarlos hasta el poder más pronto que tarde. Aquel verano los jerarcas del partido se deshicieron en halagos con González, le rogaron que volviese a presentarse indicándole que celebrarían si era necesario un congreso extraordinario sólo para eso. A la vuelta de las vacaciones los socialistas se volvieron a reunir y, todos a una, reeligieron a Felipe González como secretario general. Tres años más tarde ganaron las elecciones. Pasarían dos décadas y media en la Moncloa.
Nadie sabe de dónde tomó González la idea de presentar esa dimisión fingida para regresar tres meses después convertido en el hijo pródigo, quizá de Fidel Castro, que treinta años antes había hecho una jugada parecida renunciando a su cargo de primer ministro para forzar la dimisión de Manuel Urrutia, el primer presidente de Cuba tras la fuga de Fulgencio Batista. La maniobra estuvo muy bien calculada. Urrutia era un prestigioso abogado y antiguo magistrado de la Audiencia de Santiago de Cuba a quien los revolucionarios habían hecho presidente en Sierra Maestra. Su aire serio y templado confirió respetabilidad a la revolución, que fue reconocida inmediatamente por Estados Unidos y todas las democracias del mundo. Pero los planes de Castro eran otros. Primero se hizo con el Gobierno, modificó la Constitución y empezó a promulgar leyes radicales con las que Urrutia no estaba de acuerdo. Cuando la tensión entre el presidente y su primer ministro era máxima Castro presentó su dimisión azuzando a sus seguidores para que exigiesen a Urrutia hacer lo mismo. Funcionó a la perfección. Urrutia renunció al cargo y pidió asilo junto a su familia en la embajada de Venezuela, donde entró de puro milagro porque las turbas castristas les perseguían a balazos por La Habana.
Ese teatro de amagar con la dimisión no es, como acabamos de ver, una originalidad de Pedro Sánchez, ni siquiera una añagaza de su archiconocido manual de resistencia. Sánchez no da para tanto, pero, como González en 1979 y Castro en 1959 se encuentra en apuros y ha decidido realizar una apuesta, una apuesta, eso sí, bien calculada. En el 79 González sabía que nadie en el PSOE le hacía sombra, que si él se iba el partido tardaría mucho en encontrar un repuesto. Algo parecido opera en la mente de Sánchez con la diferencia de que no se encuentra en la oposición, sino en el poder. No trata de poner el partido a su gusto eliminando incómodas disidencias -eso ya lo tiene-, sino de buscar apoyos entre la militancia para mutualizar así sus problemas. Y, lo más importante, no ha dimitido como González y Castro en su momento, se ha limitado a dejar en el aire una posible dimisión para que cunda el pánico. Sabe que si abandona el cargo no podrá recuperarlo fácilmente.
Eso mismo es lo que hizo Pablo Iglesias en 2018 cuando convocó a los militantes de Podemos para que avalasen la compra de su chalé en Galapagar. Una vez hubo destapado la prensa esta historia, el tándem Iglesias-Montero se encontró ante la inconveniencia de tener que explicar a sus seguidores que no importaba lo que hubiesen dicho sólo dos años antes sobre las casas de lujo y la afición de los políticos por comprarse una. Podían largarse o exponerse a la censura interna por una contradicción tan flagrante. Pero había una tercera opción, la de hacer partícipe a toda la militancia de la compra de aquel chalé con piscina y cuarto de invitados en una urbanización del extrarradio. Bastaba con dejar su cargo en el aire y convocar un plebiscito interno que ganaron de calle. No podía ser de otra manera. En 2018 Pablo Iglesias era el principal activo de un partido que, aunque ya acumulaba purgas internas, aún no había alcanzado la insignificancia en la que malvive hoy.
La macroencuesta de Tezanos
Los problemas que asedian a Pedro Sánchez son mucho mayores que un simple chalé en las afueras. Gobierna con socios poco de fiar, por la mínima y sin posibilidad siquiera de aprobar los presupuestos. Por delante tiene dos elecciones. Las primeras en Cataluña donde podría verse en la tesitura de tener que elegir entre dos de sus socios a la hora de facilitar el Gobierno. Las segundas al parlamento europeo no deciden gran cosa, pero son, mal que le pese a Tezanos, una macroencuesta con votos reales que le pondrán todo mucho más cuesta arriba. Entre medias una miríada de casos de presunta corrupción que han terminado por llamar a la puerta de su alcoba.
El rechazo que genera en buena parte de la sociedad española es tal que no puede salir a la calle sin que le abucheen. Los servicios de seguridad de presidencia del Gobierno se las ven y se las desean para organizar cualquier acto. Recurren a figurantes y a gente del partido, pero ni con esas, siempre alguno se las apaña para increparle de cerca. Para alguien con un narcisismo tan acusado como Sánchez eso es simplemente insoportable. La tentación de reclamar apoyos fingiendo una dimisión tal vez le funcione. Han bastado dos días para que todos los terminales mediáticos del sanchismo toquen a rebato y tiren de melodrama ante la perspectiva de que se va y les deja desamparados.
Pero la razón última que explica este teatro absurdo es más sibilina. La carta que escribió para las redes sociales lo explica sin disimulo. Repite hasta catorce veces los términos derecha y ultraderecha con la intención manifiesta de culpar a la oposición, a la prensa y a los jueces de algo de lo que sólo él es responsable. La desafección de los votantes moderados con el sanchismo se debe al modo en el que se ha entregado a lo más ultramontano de la política española y al frentismo permanente del que hace gala. Quien ha hecho encaje de bolillos con un centón de partidillos nacionalistas y radicales a pesar de haber perdido las elecciones es él, no Núñez Feijóo. Quien ha impulsado la ley de amnistía para un prófugo de la Justicia del que renegaba hasta hace sólo unos meses es él, no Núñez Feijóo. Quien ha desenterrado el cadáver de Franco medio siglo después de su muerte para utilizarlo como comodín político es él, no Núñez Feijóo.
La presidencia del Gobierno es un cargo de tal importancia que no puede permitirse que la sombra de la duda aletee sobre él. Eso mismo es lo que está sucediendo con Sánchez
Los sinsabores que le proporciona el señalamiento de su esposa son también cosa suya. No ha sido Núñez Feijóo quien ha nombrado a dedo a Begoña Gómez, una mujer sin estudios universitarios, para una catedra en la Complutense dedicada a la captación de fondos. No ha sido Núñez Feijóo, sino Begoña Gómez, quien firmó cartas de recomendación para empresarios que luego recibieron contratos millonarios con la administración. No ha sido Núñez Feijóo quien aprobó el rescate a Air Europa después de que el propietario de la aerolínea patrocinase el centro en el que trabaja su esposa, sino Pedro Sánchez con el Africa Center de Begoña Gómez.
En cualquier país europeo esto hubiera supuesto la dimisión inmediata del primer ministro por una cuestión de ética. Porque, al margen de consideraciones penales, la presidencia del Gobierno es un cargo de tal importancia que no puede permitirse que la sombra de la duda aletee sobre él. Eso mismo es lo que está sucediendo con Sánchez y él, que llegó al poder cabalgando sobre la lucha contra la corrupción, es consciente de ello. Pero no quiere abandonar el poder, más bien al contrario, con el teatrillo de estos días está enseñando los dientes. Jueces y periodistas díscolos saben desde ya a lo que atenerse.
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